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CAPITULO I
GUERRA DE LAS SECTAS CONTRA EL PAPADO.
Antes de iniciar la narración de las preclaras gestas de don Juan Bosco, me parece oportuno dar una ojeada a los acontecimientos que atormentaron a Europa, a fines del siglo XVIII y en la primera mitad del siglo XIX. Todos ellos pueden resumirse en una frase: «Guerra al Papado». Los Príncipes protestantes, enriquecidos con los despojos de la Iglesia, dueños de naciones que habían apostatado de la verdadera religión, usurpadores de la supremacía espiritual, se obstinaban en orgullosa rebelión contra el Vicario de Jesucristo. Los Príncipes católicos, reacios a una autoridad que espiritualmente tenía jurisdicción sobre ellos, pretendían, a toda costa, que el Papa traicionase sus deberes para someterse a su predominio. La masonería, mientras tanto, movida por el espíritu de Satanás, y contando con sus adeptos judíos, protestantes y católicos renegados, había jurado borrar de la tierra el reino y el nombre de Jesucristo. Y el medio más seguro para conseguirlo ((2)) creía que había de ser arrebatar al Pontífice de Roma su poder temporal para atar así su libertad y mermar, en todo lo posible, su acción social.
Dispuesta a traicionar a príncipes y naciones, logró atraer a sus planes, o introducir en los gabinetes de los soberanos, a pérfidos consejeros que despertasen contra Roma las envidias adormecidas y las avivasen más y más donde estaban ya encendidas. Y la historia nos dice que lo consiguieron fatalmente, a pesar de que el padre de los fieles con la afabilidad del buen pastor y consejos llenos de
bondad, trató de apartar a los reyes del camino que los habría de llevar a la perdición.
Pero llegó el momento en que una parte del pueblo, corrompida y sin religión, se sintió más fuerte que los reyes que le habían dado 19
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el escándalo de rebelarse contra Dios. El primero en hundirse fue el
trono de Francia en 1793. Y, de todas las impiedades y las muchas
infamias que se perpetraron en la república francesa, los francmasones fueron convictos de complicidad por los tribunales de la misma
Inglaterra protestante.
La tempestad que amenazaba a Europa no tardó en precipitarse
sobre Italia, poque en ella estaba Roma. Durante cuatro años, las
tropas sardo-austríacas impidieron al ejército francés el paso de los
Alpes. En este tiempo, Carlos IV, rey de España, que pretendía
Roma con los territorios de alrededor para su yerno el duque de Parma; y Fernando IV, rey de Nápoles, que quería para sí el Principado
de Benevento y de Pontecorvo, sin prever las terribles consecuencias
de sus necios proyectos, iniciaron contectos con el regicida y ateo
gobierno de Francia para obtener su consentimiento. Entre tanto,
Francisco II, emperador de Austria, estaba tramando cómo apoderarse de las tres Legaciones de Bolonia, Ferrara y Rávena.
Pero en 1796, el general Bonaparte, tras derrotar a los aliados
sardo-austríacos, penetraba en el Piamonte, conquistaba Lombardía
y Venecia y, luego, Génova; quitaba al Papa las tres Legaciones y la
Marca de Ancona; y, después de enviar sus ejércitos ((3)) a invadir los
otros estados italianos, se dirigió a Egipto. El Directorio mandó ocupar Roma en 1798 y la despojó de todos sus tesoros y obras de arte,
como ya había hecho en las demás ciudades. Pío VI, conducido prisionero a Valence, muere allí el veintinueve de agosto, a la edad de
ochenta y dos años. «íEs el último Papa!», gritaban triunfantes los
sectarios; «íRoma es nuestra!»
Los pueblos italianos, ayudados por la flota inglesa y por los ejércitos ruso y austríaco, se levantan contra los opresores, los cuales,
arrojados de todas partes, sólo encuentran refugio en Génova. El rey
de Nápoles entra en Roma con su ejército y ocupa el patrimonio de
san Pedro, tomando posesión del mismo en nombre del futuro pontífice, apenas fuese elegido, pero con el propósito de no restituir
Terracina y Benevento. Los austríacos, sin reconocer los derechos
del Papa, acuartelan sus tropas en las Legaciones, en las Marcas y en
Umbría, estableciendo allí un gobierno propio.
Pero esta ocupación dura poco. El general Bonaparte regresa improvisadamente de Egipto, se hace proclamar primer Cónsul y, al
frente de un poderoso ejército, desciende por el valle de Aosta hasta
el Piamonte, en 1800. Derrota a Austria en Marengo, la obliga a devolver al nuevo Papa Pío VII las provincias usurpadas y, al mismo
tiempo, exige a los napolitanos que abandonen Terracina y Benevento;
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pero todo esto, no porque él tuviera mejores disposiciones de ánimo, sino por un portunista cambio de política. Habiendo la Iglesia de
Francia adquirido de nuevo la libertad de culto, gracias a la publicación del concordato, y habiéndose levantado de sus inmensas ruinas
bañadas en tanta sangre, Pío VII va a París en 1804 y corona Emperador de los franceses a Napoleón Bonaparte.
Napoleón, vencedor de casi toda Europa en continuas guerras, de 1805 a 1810, va creciendo en soberbia e intima al Papa a que renuncie
al poder temporal ((4)) y al derecho inalienable de la institución canónica de los obispos. El Pontífice se resiste a las amenazas y a los
insultos del Emperador y de sus ministros francmasones, por lo que Roma es invadida por los franceses y los Estados Pontificios son
declarados provincias del Imperio. Pío VII, llevado prisionero en 1809, primero a Savona y luego a Fontainebleau, sufre durante cinco
años toda suerte de angustias morales, enfermedades y privaciones.
Pero la justicia de Dios interviene para quebrantar a sus enemigos. Napoleón, perdida la mitad del ejército entre las nieves de Rusia,
asaltado en Francia por todas las potencias del norte, se ve obligado
a descender del trono y aceptar como residencia la pequeña isla de Elba, dejando en libertad a Pío VII, que regresa triunfante a Roma el 15
de mayo de 1814.
Y, de qué manera tratan de restablecer el orden en los estados
sacudidos por la guerra las potencias europeas, reunidas en Viena?
Según el espíritu sectario que las animaba. Se llamaban a sí mismas
adalides del orden; pero eran, más o menos, culpables de los mismos
errores en que había caído Napoleón, quién, en algún caso, pudo considerarse mejor que ellas. Efectivamente, el ministro inglés Pitt,
el emperador de Rusia y el rey de Prusia le aconsejaron repetidas veces seguir el propósito de José II de Austria y constituirse en único
Jefe Supremo de la Religión en Francia y en todos los estados anexionados. Napoleón rechazó noblemente tan pérfida propuesta.
Así que la Iglesia tuvo que sufrir, en nombre del orden, injusticias innumerables: Austria quería las tres Legaciones; Prusia insistía
para que pasaran al rey sajón, en compensación de Sajonia que las
quería para sí; el embajador de Toscana proponía que Bolonia, Ferrara y Rávena se entregaran a la duquesa María Luisa, reina de Etruria.
El Congreso concluyó diciendo que Austria retuviese para sí las tierras de Ferrara del otro lado del Po, con derecho ((5)) a establecer
guarniciones en Ferrara y en Comacchio. La Iglesia perdía, además, la Polesina y Aviñón. Todos los obispados germánicos, que
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eran antes principados eclesiásticos independientes, quedaban sometidos a soberanos protestantes; el territorio del obispado de Basilea se
unía a Suiza; e Inglaterra arrebataba la isla de Malta a la orden religiosa del mismo nombre. Fue un vergonzoso reparto de botín. El Papa
protestó, inútilmente.
Entre tanto, en Italia las logias masónicas divididas en dos partidos, instigaban unas a Napoleón para fundar un reino itálico con
Roma como capital, y las otras incitaban a Joaquín Murat, rey de
Nápoles, prometiéndole la conquista de la península, con tal de que
arrebatase Roma al Papa: pero todas dispuestas a traicionar al uno y
al otro, si les conviniere. Proyectos vanos. Napoleón, desembarcado
en Francia, reinó solamente cien días, pues ochocientos mil soldados de los aliados, después de varias batallas, le derrotaron
completamente en Waterloo y, hecho prisionero de los ingleses, fue desterrado a la isla de Santa Elena, donde moría en 1823, después de
un doloroso cautiverio, que duró tanto cuanto la cautividad del Pío VII. Y Joaquín Murat, que invadió los Estados Pontificios con el
propósito de hacer encarcelar al Papa en la ciudadela de Gaeta, fue vencido por los austríacos, expulsado de su reino y, finalmente,
fusilado el 13 de octubre de 1815, por haber intentado recuperar el trono, desembarcando en Calabria con escasos secuaces.
Parecía, finalmente, que Europa iba a disfrutar de paz; pero el
dominio papal continuaba siendo objeto de insidias. En 1816 el ministro austríaco Metternich, favoreciendo y ayudando a algunos amigos
de su gobierno en las Legaciones, preparaba tentativas de revueltas que le hicieron posible apoderarse de aquellas provincias a la muerte
de Pío VII, uniéndolas primero a Toscana y, después, al reino Lombardo Béneto. Fué el cardenal Consalvi quien descubrió estas tramas y
las desbarató, avisando al embajador francés. ((6))
En 1817, asesinos misteriosos apuñalaban acá y allá, en los Estados Ponticios, a personas fieles al gobierno. Las sociedades secretas de
las Marcas habían urdido una conjuración, resueltas a someterse a cualquier príncipe extranjero, antes que continuar bajo el Papa.
Envenenamientos e incendios eran frecuentes. Con crueles propósitos se había ya señalado el momento de la sublevación, cuando el
levantamiento intempestivo de los de Macerata descubrió a los conjurados, que cayeron en gran número en manos de la gendarmería, y,
por el momento, todo volvió a la tranquilidad 1.
En 1820 todos los sectarios de Europa, animados por el ejemplo
1 Sumario del proceso hasta el fin, etc., sentencia en la causa de Macerata. ANELLI, I 85.
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de los de España, que habían restablecido la Constitución de 1812,
obligando a Fernando VII a doblegarse a su voluntad, resolvieron intentar algo semejante en sus respectivas naciones, para tener la
oportunidad de pescar en río revuelto y hacer la guerra a Roma. El primero en alzarse fue el ejército napolitano, en el que había muchos
oficiales y soldados que pertenecían a la masonería. El rey pecó de debilidad: concedió la Constitución española y, luego, asustado, huyó
de Nápoles. El Parlamento reorganizaba el ejército para sostener la rebelión. Pero fué derrotado por cincuenta mil austríacos el 7 de marzo
de 1821 y el orden quedó restablecido en todo el reino.
En el Piamonte el pueblo no pensaba en revueltas: amaba a su
soberano Víctor Manuel I, príncipe justo, piadoso y de buen corazón; pero por orden de la Gran Venta de París, algunos nobles sectarios y
ambiciosos se reunieron secretamente en Turín en los palacios de los embajadores de Francia y de España y del Enviado de Baviera, para
concretar el modo de obligar al rey a conceder una constitución como las española. Estaban en íntima relación con los conjurados de
Milán y con los sectarios de Roma y de Nápoles. Entre las resoluciones tomadas estaban las ((7)) de que, evacuadas las ciudades
lombardas por las guarniciones austríacas que habían acudido a Nápoles, el ejército piamontés descendiera a Lombardía para ayudar a los
sublevados, los cuales deberían apresurarse a tomar las armas; y que en Roma se proclamara la república. Pero la policía austríaca
descubrió esta trama, a fines de 1820, y arrestó a los conjurados, a los cuales se les conmutó la pena de muerte por la de cárcel perpetua.
Con todo, los estudiantes de la universidad de Turín promovieron alborotos a comienzos de 1821 y las tropas emplearon las armas con
derramamiento de sangre. Represión inútil. De Ginebra se enviaba dinero para corromper a los soldados y las guarniciones de Turín y de
Alessandria se rebelaron. Carlos Manuel renunciaba a la corona en favor de su hermano, en el mes de marzo; y trece mil austríacos con
seis mil soldados piamonteses, que habían permanecido fieles, ponían término a una sedición que duró treinta días.
Los sectarios de los Estados Pontificios, para cumplir la parte del
programa que se les había encomendado, tras la rebelión de Benevento y de Pontecorvo, se apoderaron de estas tierras, declarando caído e
gobierno papal. Formaron partidas armadas, recorrieron el territorio de Ascoli proclamando a gritos la libertad de Italia, robandeo, como
de costumbre, el dinero público y privado y abriendo las cárceles a los malhechores; pero tuvieron que huir y esconderse, porque de
ninguna parte podían esperar ayuda. Siguieron, sin embargo,
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manejando traidoramente el puñal y amenazando de muerte a los legados, jueces y testigos, para que los asesinos no fuesen condenados.
Los carbonarios, en el artículo treinta y tres de su pacto social, habían establecido que, una vez proclamada la república, la religión de la
península unida sería la religión cristiana, que debería tornar a su pureza primitiva en un concilio general de todos los obispos reelegidos o
confirmados. Y en el artículo treinta y siete ordenaban: «Al Papa actual se le rogará que acepte la dignidad ((8)) de Patriarca de Ausonia,
recibiendo, en compensación de sus rentas temporales incorporadas al tesoro de la República, una indemnización personal, pagada todos
los años mientras viva..., que no podrá pasar a sus sucesores. Si, después de su muerte, el sacro Colegio de Cardenales eligiera un nuevo
Papa, éste deberá transferir su sede fuera del territorio de la República 1».
Pío VII, con Bula del 13 de septiembre de 1821, excomulgaba a
la multitud de hombres malvados, reunidos contra Jesucristo, afiliados a las logias carbonarias y demás sociedades secretas.
Los soberanos de Europa, entre tanto, viendo que, no sólo en Italia, sino también fuera de ella, brotaban por todas partes temores de
rebelión, se reunieron en Verona, en octubre de 1822, para encontrar remedio, según sus criterios, a tan graves peligros. El duque de
Módena, Francisco IV, aconsejaba a los gobiernos proteger la religión, devolver a la nobleza su prestigio, refrenar la prensa, disminuir el
número de estudiantes en las universidades, ampliar y favorecer más el respeto a la autoridad paterna, abreviar los procesos políticos. Pero
no se le hizo caso; y así, la revolución y las sectas crecieron precisamente por la irreligión, por la cobardía de la nobleza, por la libertad de
prensa, por el desprecio de la autoridad paterna; y encontraron nuevos adictos en los innumerables abogados sin clientes, ávidos de
embrollos para sobresalir con sus charlatanerías; en los médicos, en los ingenieros, en los doctores de toda clase, sin patrimonio, incapaces
de trabajo material, ineptos para el trabajo intelectual, los cuales se entregaban a las sectas, corrompían a jóvenes sin número de
esclarecido talento y soliviantaban a los pueblos para probar fortuna. Y las potencias de Europa creían que, para vencer a las sectas,
bastaban los patíbulos y el terror. ((9))
De 1821 a 1830 las sectas que, como una tupida red, habían dominado la Romaña, continuaron su labor asesinando magistrados y
1 Filippo Antonio GUALTERIO (1818-1874). Ultimi Rivolgimenti Italiani, publicado en Florencia (1850-1851) en cuatro volúmenes;
V.I., doc. 4, pág. 167 y siguientes.
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ciudadanos; y cuando el prelado Invernizzi las descubrió y dispersó,
he aquí que, en diciembre de 1830, Luis Bonaparte, llamado más tarde Napoleón III, hijo de Luis, ex-rey de Holanda, cuya familia
expulsada de todos los reinos de Europa había sido acogida bondadosamente por Pío VII, conjuraba con carbonarios y francmasones para
restablecer el reino itálico. Su plan consistía en reunir a sus cómplices en la plaza del Vaticano, asaltar un lugar cercano donde había
muchas armas, apoderarse del dinero del banco Santo Spirito, abrir las cárceles, aprisionar por sorpresa a algunos de los más destacados
de la ciudad y subir al Capitolio, constituir una regencia y anunciar el hecho a las provincias, para que se uniesen a la capital. Pero el
gobierno, intuyendo estos planes, cambió la guardia a los lugares amenazados, apresó a algunos y expulsó de Roma a Luis Napoleón y a
otros.
Nuevamente los sectarios recobraron sus esperanzas, cuando Luis Felipe de Orleans, animando con su protección a los viejos sectarios,
en julio de 1830 derribó a Carlos X y, con su elección como rey de los franceses, terminó con las barricadas de París. Por ésto, el 4 de
febrero de 1831 volvieron a la carga: en Bolonia, al grito de «íviva la libertad!», constituyeron un nuevo gobierno, al tiempo que los jefes
de las sociedades secretas recorrían las poblaciones de la Romaña agitándolas. Las Legaciones, las Marcas y Umbría hicieron causa
común con Bolonia. Roma, en cambio, se declaraba contraria a esta felonía. Luis Bonaparte corrió a unirse con los revolucionarios. El
papa Gregorio XIV, viéndose sin armas, las solicitó del rey de Nápoles, dispuesto a pagárselas, pero Fernando II se las negó. El ejército
austríaco entró entonces en los Estados Pontificios y, con la huida apresurada de masones y rebeldes, los pueblos liberados izaron de
nuevo las insignias papales. Monseñor ((10)) Juan María Mastai, arzobispo de Espoleto, ayudó a Luis Napoleón en su fuga y éste se lo
recompensó de la manera que todos saben.
En 1832 el partido masónico volvió a agitarse en la Romaña. Los
austríacos se dirigieron nuevamente hacia Bolonia, avanzando hasta
Rávena. El Gobierno de Francia, que había pregonado el necio principio de no intervención, so pretexto de no querer que solamente
Austria tuviera el mérito de sofocar la rebelión, mandó, contra la voluntad del Papa, una flota a Ancona, hizo ocupar violentamente la
ciudad, se fortificó en ella, liberó a los prisioneros políticos, protegió a los insurrectos y permitió que éstos, en número de trescientos,
matasen al alcalde, saqueasen a los ciudadanos, profanasen las iglesias, vilipendiasen e hiriesen a los ministros sagrados, se burlasen de
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la religión y se reuniesen en corrompidas asambleas. Austria y Rusia
estaban dispuestas a declarar la guerra a Francia; pero Lord Palmerston, protector descarado de todo enemigo y ofensor del Papa,aprobó lo
hecho por Francia, intimó al Pontífice a que realizase reformas y, luego, guardó silencio reservándose para otro momento la franca
protección a los rebeldes en Italia. De esta manera, las dos potencias no se movieron, al ver la actitud hostil de Inglaterra. Francia, dejando
de lado sus desafueros, se conformó con ser solamente la defensora y no la dueña de la ciudad, hasta que retiró sus tropas el 3 de
diciembre de 1838, cuando los austríacos abandonaron el territorio pontificio.
En 1831, José Mazzini, tras haber fundado una secta llamada
Joven Italia, comprometía a sus adeptos, con terrible juramento secreto, a declarar la guerra contra toda religión positiva y especialmente
contra el Romano Pontífice, a quien pretendía despojar de su estado en nombre de la unidad de Italia y luego, si todo salía bien, quitarlo
de en medio, si no se sometía a las leyes que se le impusieren. En pocos meses la secta ((11)) se extendió a varias provincias de Italia. Y
Mazzini, que tenía siempre buen cuidado de no arriesgar la vida, condenaba sin compasión a muerte a los sectarios que no obedecían sus
órdenes. En 1833 decidió que entraran algunos miles de sectarios en Saboya, para ganarse a las milicias piamontesas y amenazar con éstas
a Austria, mientras el ejército napolitano, rebelado, debía avanzar hacia Roma, apoderarse de los bienes del clero y de los nobles y
proclamar a Italia una y libre. Pero en Napoles la policía descubrió y castigó a los conjurados; en el Piamonte fué apresado un centenar,
mientras otros doscientos lograron escapar y doce fueron pasados por las armas; y en 1834 doscientos seguidores de Mazzini, que se
habían infiltrado en Saboya al mando del general Ramorino, viendo que nadie se les unía, se apresuraron a volver a Suiza sin esperar a los
soldados del rey.
Las sectas siguieron tramando conjuraciones, con tumultos y homicidios, para aniquilar la soberanía del Papa, en 1837, 1841, 1843,
1844 y 1845. El furioso sectario Ricciardi, en su libro los Mártires
de Cosenza, escribía claramente que su objeto era llegar a Roma para aniquilar el Pontificado, íantro de impostura y de infamia, que aflige
y apesta la tierra hace más de dieciocho siglos! 1 Pero las tropas se mantuvieron fieles y la policía en guardia.
Frustrados tantos conatos, se vió con evidencia que, sin un ejército
1 RICCIARDI, Storia d'Italia dal 1850 al 1900, c. 19, pág. 33. París, 1842.
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aguerrido, a cuyo flanco se pudieran agrupar las fuerzas sectarias, de nada servirían los movimientos itálicos. Pero, qué príncipe habría
aceptado la invitación de las sectas y de qué modo le podrían inducir a secundarlas? Máximo de Azeglio les señalaba a Carlos Alberto y e
Piamonte 1. Con el pretexto especioso y noble de la independencia de Italia, se bautizaría ((12)) con el nombre de política la serie de
falsos principios y de hechos consumados, que llevarían adelante su guerra contra Roma, contra el Papa, contra la Iglesia y contra Dios.
Así estaban las cosas, cuando apareció en la escena del mundo don Juan Bosco. El, amante como el que más de la prosperidad y de la
gloria de su patria, habiendo comprendido inteligentemente el tiempo que le tocó vivir, vio claramente a qué desastres la habría de llevar
la perturbación del orden providencial que había situado en Italia la sede temporal e independiente del Papado. La historia, que él había
estudiado con tanto amor, le demostraba que, siempre que los pueblos se habían declarado en contra del Vicario de Jesucristo, se habían
cumplido las palabras de Isaías: Terra infecta est ab habitatoribus suis, quia transgressi sunt leges, mutaverunt ius, dissipaverunt foedus
sempiternum. Propter hoc maledictio vorabit terram. («La tierra ha sido profanada bajo sus habitantes, pues traspasaron las leyes, violaron
el precepto, rompieron la alianza eterna. Por eso una maldición ha devorado la tierra 2»). He aquí por qué el programa de don Bosco fue
siempre éste: Todo con el Papa, por el Papa, amando al Papa.
1 FARINI, Stato Romano, I, 101.
2 ISAIAS, XXIV, 5-6.
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Pagína 28 no existe en tomo 1.
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((13))
CAPITULO II
MARGARITA OCCHIENA, MADRE DE JUAN BOSCO -SU
JUVENTUD -SU CARACTER -TIEMPOS BORRASCOSOS
EXIMIAS VIRTUDES DE ESTA MUJER.
MIENTRAS se condensaba sobre la iglesia católica el negro torbellino de la revolución y el ojo humano, aterrorizado, no descubría un
rayo de esperanza, la mirada de Dios, que escudriña los corazones, se complacía contemplando miles y miles de almas, ignoradas del
mundo, que con la oración y la vida cristiana habrían de cooperar a su triunfo sobre la impiedad. Eran ellas las madres cristianas que,
depositando en los corazones de sus hijos el germen de la santidad, los harían dignos de la misión para la cual Dios los creaba. Léanse las
vidas de santos y se verá, por regla general, la clara confirmación de esta verdad. El siglo XIX tiene una abundancia de héroes cristianos
no inferior a ninguno de los siglos precedentes.
Una de esas almas que Dios miraba con predilección fue ciertamente la de Margarita Occhiena, madre de Juan Bosco. Nació en
Capriglio, pueblecito de unos cuatrocientos habitantes, de la diócesis de Asti, situado en medio de una pequeña altiplanicie rodeada de
lindas colinas, en un territorio abundante de bosques, a seis millas de Chieri. Nació el 1 de abril de 1788, hija de Melchor Occhiena y
Dominga Bossone. El mismo día ((14)) fue llevada a la pila bautismal. Padre y madre, ambos campesinos y con suficientes bienes de
fortuna, poseían sobre todo la más grande de las riquezas, el santo temor de Dios. El señor bendijo su unión y Margarita fue la tercera de
cinco hermanos. Los ejemplos y las enseñanzas del padre y de la madre imprimieron en sus tiernos corazones un sentimiento profundo del
deber, de suerte que, aun en los años de mayor ardor de la juventud, no apetecían sino lo que Dios quería.
Espantosas fueron las primeras impresiones que Margarita recibió
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en su infancia. Contaba nueve años cuando un día del mes de julio de 1797 se oían las campanas de Asti y Chieri que tocaban a rebato por
largo tiempo. Emisarios franceses y sectarios piamonteses, protegidos por el embajador de Francia en Turín, habían levantado a la hez del
populacho en rebelión contra el legítimo rey Carlos Manuel IV, proclamando la república. Pero los aldeanos corrían en ayuda de las tropas
reales. En Chieri, treinta de los revoltosos fueron pasados en seguida por las armas y otros nueve fueron condenados a la pena capital. En
Asti, se ejecutaron catorce sentencias de muerte.
Al año siguiente, los lugareños del territorio de Asti ardían de ira
y, en el secreto de sus casas, lanzaban imprecaciones contra los franceses, que habían ocupado la ciudadela de Turín con inaudita
insolencia, obligando a su Rey, de la manera más villana, a abdicar y
retirarse a Cerdeña; y en los primeros días de 1799, insoportable ya
el gobierno democrático, al grito de «íViva el Rey!» tomaron las armas y se dirigieron a Asti. Los franceses de la guarnición los
rechazaron fácilmente, les hicieron volver a sus caseríos y aldeas y fusilaron a muchos, capturados con las armas en las manos. íCuánto
miedo y cuánto luto en las familias! ((15))
Poco después, una indignación mucho mayor, una compasión mucho más viva conmovió los corazones de los católicos. De paso por
Casal-Monferrato, Alessandria, Crescentino y Chivasso, la noche del 24 al 25 de abril llegaba a la ciudadela de Turín Pío VI, en calidad
de prisionero, acompañado de un comisario de la república. A sus ochenta y dos años de edad, postrado y extenuado de fuerzas, se temía
por su vida. Había sido condenado por el Directorio a retirarse a Valence en el Delfinado, a través de los Alpes con sus altas nieves y
hielos y al borde de peligrosos precipicios.
A estos sufrimientos se añadía la prolongada y persistente carestía en que vivían las poblaciones del Piamonte, porque el mismo
Soberano necesitaba hombres y dinero para rechazar a los ejércitos franceses; y a causa de los franceses vencedores, necesitados de todo y
ávidos de riquezas. La guerra, comenzada en 1792, acabó con el armisticio de Cherasco, el 28 de abril de 1796. Se exigían continuos y
gravísimos tributos, impuestos extraordinarios, empréstitos forzosos, entregas gratuitas intimadas por decreto, multas a los municipios y a
los individuos que se mostraban reacios, enormes contribuciones de guerra. Se habían publicado leyes que reducían el valor del papel
moneda, que confiscaban casi todos los bienes nacionales. Motivos de nueva angustia eran las requisas de víveres y ropa para
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las tropas, la escasez de mercancías, la epidemia en los ganados y en las poblaciones.
La familia Occhiena compartía ciertamente aquellas calamidades públicas, pero su confianza en Dios y la buena educación de sus hijos
le proporcionaban gran consuelo. Margarita, en la escuela de su madre y en medio de tantas estrecheces, daba esperanza cierta de llegar a
ser una excelente ama de casa.
Aún pequeñita, dividía su tiempo entre la oración y el trabajo. La iglesia, adonde acudía para cumplir ((16)) los deberes religiosos,
asistir a la santa misa, recibir los santos sacramentos y escuchar la
palabra de Dios, era el lugar de sus delicias, el centro de sus preferencias. Estaba dotada por naturaleza de una voluntad resuelta que,
ayudada por un excelente sentido común y por la gracia divina, le haría salir victoriosa de todos los obstáculos espirituales y materiales,
que habría de encontrar en el curso de su vida. Teniendo por regla de todas sus acciones la ley del Señor, sólo ésta ponía límites a su
libertad. Y así, con rectitud de conciencia, de afectos, de pensamientos, con juicio seguro sobre los hombres y sobre las cosas, desenvuelta
en su obrar, franca en sus palabras, no conocía el titubeo o el miedo en ninguna circunstancia, lo mismo pequeña que grande.
En una aldea vecina vivía un hombre que atraía las miradas y la
admiración de todos, por su extraordinaria altura y corpulencia y su
buen aspecto. Cuando pasaba por la calle, salía la gente para verle y
los niños iban tras él, como suelen hacerlo con algo extraordinario.
El gigante se sentía molesto por la insistente curiosidad. Un día, en
que Margarita estaba como encantada contemplándole, se dirigió a ella y acercándose le dijo: -íCaramba! Es que no puedo ser dueño de
mí mismo? No puedo ir adonde quiera, sin que estén todos mirándome? íEa, tú! no te soltaré hasta que no me digas por qué razón me
estás mirando de pies a cabeza. -Margarita, sin apartarse ni desconcertarse, le respondió: -Por lo mismo que un perro mira pasmado a un
obispo; y si te puede mirar un perro, con mayor razón puedo hacerlo yo, que al fin y al cabo soy más que un perro. íRespuesta bien franca
para una jovencita de su edad! ((17))
En todos sus actos mostraba la misma energía. Un hecho muy simpático la retrata al vivo. En 1779 el ejército austro-ruso, después de
haber vuelto a tomar a los franceses la Lombardía, ocupó el Piamonte en nombre del rey de Cerdeña, pero lo trató como a un país
conquistado, de modo que éste jamás padeció tanta escasez como aquel año. Se aumentaban los tributos ya exorbitantes, los mozos
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eran llamados a filas, se excluía de cargos públicos a muchísimos que, por amor o por fuerza, se habían manifestado partidarios de la
República se les imponían multas o se les encarcelaba.
En Castelnuovo de Asti, no lejos de Capriglio, los guardias esposaron al vicario parroquial, don José Boscasso, y se lo llevaron a Turín
con otros tres sacerdotes apresados en Asti: el vicario general, un canónico y el prior de los servitas. Setenta sacerdotes, víctimas de
acusaciones políticas, fueron hechos prisioneros en sus iglesias, algunos mientras confesaban, y, encadenados de dos en dos, expuestos a
los insultos de la plebe, hicieron el camino a pie, desde Turín hasta el castillo de Alessandría. Entre tanto, los viveres escaseaban, el trigo
costaba el precio enorme de veinte liras la hemina 1, y Austria prohibía la exportación del trigo de la Lombardía. Por estas razones, los
campesinos habían perdido la confianza en los nuevos magistrados, que representaban tan mal al gobierno del Rey, y faltaba poco para
que perdieran el antiguo afecto de la Casa de Saboya: desde luego, la aversión contra los aliados llegaba al colmo.
Margarita, aunque no sabía qué era odiar, no podía por menos de participar de la indignación general. Era el mes de septiembre de
1799, la estación de la cosecha del maíz. La familia Occhiena tenía extendida al sol en la era, delante de la propia casa, su cosecha de maíz
para que se secara, cuando llegó un escuadrón de caballería austríaca. Los soldados hicieron alto en el campo vecino y los caballos, libres
de sus bridas, fuerona adonde estaba el maíz. Margarita, que vigilaba la era, al ver aquella invasión ((18)) de su propiedad, dando gritos
trató de alejar a los caballos empujándolos y golpeándolos con las manos. Pero los robustos animales no se movían y seguían devorando
con avidez tan opíparo banquete. Entonces, dirigiéndose impertérrita a los soldados, que desde la otra parte del vallado la miraban y se
reían de su apuro y vanos esfuerzos, comenzó a apostrofarlos en su dialecto para que custodiaran mejor a los caballos. Los soldados, que
no entendían nada de su lenguaje, no dejaban de reírse y repetían de cuando en cuando: -« Ya, ya.» -Os reís?, continuó Margarita puesta
en jarras; a vosotros os importa poco que los caballos se coman nuestra cosecha, que vale catorce liras y media
la hemina. A vosotros no os cuesta nada este maíz, pero nosotros lo
hemos sudado durante todo el año. Qué comeremos este invierno, con qué vamos a hacer la polenta? íSois unos abusones! Queréis apartar
los caballos, sí o no?
1 Medida antigua para líquidos y áridos: en Turín, equivalente a 28 litros. (N. del T.)
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-Ya, ya, replicaban los soldados.
A Margarita, que comprendía muy bien que los soldados se estaban burlando de ella, le ponía nerviosa el monosílabo. Poco a poco se
fué acalorando. Algunos soldados se acercaron y le hablaban en alemán, que ella entendía lo mismo que ellos el piamontés. Entonces,
poniéndose a tono, comenzó a repetir un monosílabo que en dialecto piamontés es una afirmación burlesca: -«íBo, bo!». Se entabló así un
diálogo, en el que se renovaba la escena de aquella que preguntada: «adónde vas?», respondía: «llevo peces». Al mismo tiempo se repetía
un magnífico dúo. De una parte, se burlaban con el ya, ya; de la otra se contestaba con el bo, bo; y el bo y el ya se alternaban con las risas
grotescas de los soldados. Margarita acabó por perder la paciencia y concluyó: -Sí, sí; bo y ya, bo y ya. Sabéis qué significan juntos? Boia
verdugos, que es lo que sois vosotros ((19)) que devastáis nuestros campos y robáis nuestras cosechas.
Era una declaración de guerra en toda regla. Viendo, pues, que las palabras no servían y que el maíz iba desapareciendo. Margarita
agarró una horca y con el mango, primero, comenzó a apalear a los caballos; después, como parecía que no se resentían de los golpes, dió
la vuelta a su arma y con las púas de hierro los pinchaba en las ancas y el hocico. Los caballos se encabritaron y escaparon de la era. Los
soldados, que en otra circunstancia se hubieran dejado llevar del prurito de disponer y mandar, en aquellos tiempos de guerra, fueron por
los caballos desmandados y los ataron a los árboles de un prado cercano. En verdad, hubiera sido ridículo llegar a un altercado con una
muchachita de once años.
La victoria obtenida por Napoleón, primer cónsul, en Marengo, el 14 de junio de 1800, obligó a los austríacos a salir del Piamonte, que
pasó a ser provincia francesa. Los piamonteses se quedaron en paz. Desde entonces, ningún ejército enemigo volvió a invadir sus tierras.
Las bandas de salteadores, formadas por malhechores, desertores de las filas de los ejércitos, gente escapada de las cárceles, individuos
todos que en medio de tan gran desorden civil estaban seguros de no ser apresados, fueron entonces perseguidos por todas partes. Durante
varios años fueron pasando de pueblo en pueblo, casi a diario, robando, incendiando y matando. Los campesinos, llenos de miedo, se
juntaban en cuadrillas para ir de un lugar a otro y no se aventuraban a atravesar los extensos bosques, tan numerosos entonces; ni se
atrevían a dejar sola a la familia en casa; y, antes de anochecer, se apresuraban a volver al propio hogar: en las aldeas pequeñas, como
Capriglio, los habitantes montaban, a veces, la guardia
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bien armados. Muerte segura amenazaba al que cayera en sospechas de delator. Uno de los más terribles cabecillas de aquellas bandas era
Mayno de la Spinetta, ((20)) lugar cercano a Alessandria. Los comisarios franceses, constituyéndose en tribunal en los pueblos más
castigados, encarcelaron y dieron muerte sin remedio a tantos que, mientras duró el Imperio, nadie más se atrevió a intentar nuevos
latrocinios. Cesaron igualmente las arbitrariedades de los gobernadores de las provincias; la férrea voluntad de un solo hombre impuso
perfecto orden en la exacción de tributos y en la administración del Estado.
Acontecimientos jamás previstos alegraron por aquella época el
corazón de los buenos piamonteses. En 1803 se celebró en Turín el VII cincuentenario del Milagro Eucarístico de 1453. La iglesia del
Corpus Domini fue espléndidamente restaurada y en la plaza de la entrada se levantó un amplio altar con su dosel. Predicaron los mejores
oradores, desfiló la procesión con el Santísimo Sacramento, en manos de monseñor Valperga de Masino, obispo que fue de Nizza.
Tomaron parte en la solemnidad la corporación municipal y la guarnición francesa. La muerte instantánea de un desgraciado en el
momento mismo en que se burlaba de la piedad de los turineses que habían acudido a la fiesta, llamada por él despectivamente el mulo,
infundió en Turín y en la provincia terror y sentimientos más vivos de fé.
El 12 de noviembre de 1804, Pío VII, de viaje hacia París para la
coronación de Napoleón con la diadema imperial, pasó por Asti y llegó a Turín, entre cariñosos aplausos y festejos. Al regreso de París, el
24 de abril de 1805, se quedó tres días en la ciudad y bendijo a una inmensa multitud desde el balcón del palacio real. La familia
Occhiena, secundando sus sentimientos religiosos y el ejemplo de los habitantes de los pueblos circunvecinos, no podía dejar de ir a Turín
para ver al Papa. Margarita entraba entonces en los diecisiete años y seguramente en esta ocasión se acrecentaría en ella el amor al Papa,
que supo infundir luego en sus hijos. ((21))
Su amor se enterneció y se llenó de compasión el 17 de julio de 1809, cuando Pío VII, obligado a salir del palacio del Quirinal por orden
de Napoleón, escoltado en una carroza por guardias a caballo, se detuvo una mañana, durante hora y nedia, en el castillo del Barón Rignón
en Ponticelli, entre Santena y Chieri, para continuar camino de Grenoble. No podía ser de otro modo en una joven llena de fe y de
costumbres irreprochables, incapaz además de ceder ante ningún respeto humano.
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La firmeza de carácter, unida a una prudencia que la libraba de dar un paso en falso, fue siempre la salvaguardia de su virtud. Con
frecuencia, sus jóvenes amigas iban a invitarla, en los días de fiesta, para dar un paseo por el campo. Les parecía muy justo tomarse un
poco de esparcimiento, después de seis días de fatigosos trabajos. Pero Margarita no sabía alejarse de la vista de sus padres, por lo que
siempre tenía pronta alguna excusa para rechazar la invitación. -íMirad!, decía a sus compañeras: yo ya he dado mi paseo, he ido hasta la
iglesia. Es un camino bastante largo y no me siento con ánimos para andar más. -Y por más ruegos e instancias que le hicieran, nunca
lograron apartarla de su propósito. En aquella edad no conocía más camino que el que iba a la iglesia, a la verdad bastante lejos de su casa
Todos saben el atractivo que tiene para la gente de las aldeas la
fiesta mayor de los lugares vecinos y cómo la juventud se deja arrastrar fácilmente para participar, al menos como espectadora, en los
bailes que suelen organizarse en semejantes ocasiones y que se prolongan hasta muy entrada la noche. Nunca se deplorará suficientemente
el daño que tales costumbres acarrean a la virtud. Pues bien, algunas muchachitas de Capriglio ((22)) ligeras y ávidas de diversiones, tras
ataviarse lo mejor posible, iban a veces a invitar a Margarita. A sus voces, salía ella a la puerta; y las amigas le decían: -Margarita, ven,
ven con nosotras. -Margarita las miraba de pies a cabeza y después de un «íoh!» de admiración por sus vestidos, preguntaba con una
sonrisa ligeramente burlona: -Y adónde queréis llevarme? -íAl baile! íHabrá mucha gente, música estupenda; pasaremos la tarde muy
divertidas! -Margarita se ponía seria y, clavando en ellas su mirada, respondía con estas solas palabras: -íEl que quiere jugar con el diablo
no podrá gozar con Jesucristo! -Con esta terminante sentencia volvía a entrar en su casa, dejándolas tan impresionadas que alguna, en vez
de seguir camino de la fiesta,
regresaba a su propia vivienda.
Pero, sobre todo, la buena Margarita evitaba entretenerse con
personas de otro sexo. Los domingos, algunos muchachos tomaron la costumbre de esperarla a la puerta de casa, para acompañarla cuando
salía camino de la iglesia. Esto le molestaba mucho, ya que con frecuencia se veía precisada a ir sola, por haberse quedado guardando la
casa mientras los demás iban, al amanecer, a cumplir sus deberes de cristianos. Sin embargo, no le gustaba ser descortés con aquellos
importunos, ya que sabía que no conseguiría nada, antes al contrario les habría dado pretexto para reírse y para burlarse y, acaso,
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los habría animado a aumentar en número otros domingos. Usó, pues, un recurso, sin que ellos lo notaran, para librarse de aquellos mal
educados: salía de casa antes de la hora acostumbrada. La artimaña le valió sólo algunos domingos, porque los jóvenes, al darse cuenta de
su astucia, adelantaron ellos también la hora de su llegada. Entonces Margarita ((23)) rogó a una buena mujer de los caseríos vecinos que
tuviera la bondad de acompañarla; pero algunas veces sucedía que, por deberes de familia, tampoco esa señora podía prestarle aquel
servicio. Qué hacer en tal caso? Margarita no se desanimaba por tan poca cosa. No pudiendo esquivar la compañía de aquellos jóvenes
galantes, correspondía a su saludo, aceptaba el ofrecimiento de su compañía y se ponía a caminar a paso tan rápido y resuelto que ellos
tenían que correr para seguirla, haciendo el ridículo ante cuantos los veían. Al fín, cansados y jadeantes, acababan por quedarse atrás,
diciendo:-No queremos rompernos las costillas y los pulmones.-Margarita se reía en sus adentros de su estratagema, llegaba sola a la
iglesia y, acabada la santa misa, buscaba entre la gente una compañera para volver a casa. Casi siempre escogía a cierta vieja, jorobada,
coja, irascible, dispuesta a enseñar los dientes a cualquiera que le importunara, y, poniéndose a su lado, desandaba el camino.
Se lee en el Eclesiástico: «Mantén firme el consejo de tu corazón, que nadie es para ti más fiel que él. Pues el alma del hombre puede a
veces advertir más que siete vigías sentados en lo alto para vigilar. Y por encima de todo esto suplica al Altísimo, para que enderece tu
camino en la verdad» 1. Margarita, con las enseñanzas del catecismo, había fortalecido su corazón y modelado sus acciones según estos
divinos consejos, logrando de este modo evitar todo peligro y pasar inmaculada su juventud.
1 Eclesiástico, XXXVII, 13-15.
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((24)
)
CAPITULO III
FRANCISCO BOSCO MODELO DE PADRES DE FAMILIAESTADO DEPLORABLE DE LA IGLESIA CATOLICA Y DE
LOS PARROCOS EN EL PIAMONTE -MATRIMONIO DE
FRANCISCO CON MARGARITA OCCHIENA -NACIMIENTO
DE JUAN BOSCO -MUERTE DEL PADRE DE JUAN.
A hora y media de camino, de Capriglio hacia el noroeste se encuentra Castelnuovo de Asti, escondido entre graciosas colinas, al pie de
una de ellas, defendido de los vientos del norte. Limita al este con las pequeñas aldeas de Pino y Mondonio; a mediodía lo embellecen
prados y campos fertilísimos; al oeste una colinita lo separa de Moriondo y Lovanzito, aldehuelas muy cercanas; y le hacen corona
preciosos viñedos. Cuenta con cinco barrios o pueblecillos: Morialdo, Ranello, Bardella, Nevissano y Schirone. Las casas se hallan
construidas, en gran parte, a caballo de la colina, y en medio se alza la iglesia parroquial. Dista veinticinco kilómetros de Turín, a cuya
archidiócesis pertenece, y treinta y cinco de Asti. Cabeza de partido de siete ayuntamientos, contaba en aquellos tiempos con tres mil
habitantes, gente industriosa y dedicada al comercio, que ejercía habitualmente con varias ciudades de
Europa. Unas canteras de yeso, que existen en su territorio, proporcionaban a la población notables ganancias. Su clima es muy apacible:
se respira un aire salubérrimo y, en el verano, ((25)) un vientecillo continuo y fresco modera los excesivos calores. La gente, bajo un cielo
hermoso y espléndido, es de carácter alegre yn abierto, de buena índole y acogedora con los forasteros, que son tratados con la sincera
hospitalidad que se admira generalmente en todos los pueblos de la zona de Asti.
Casi a medio camino, entre Capriglio y Castelnuovo, en los lindes de un bosque, había un pequeño caserío, llamado I Becchi,
perteneciente al barrio de Morialdo. Propietario de una de aquellas casitas que, si no tenía el aspecto de probreza absoluta, tampoco daba
muestras de ser lugar de comodidades, era un tal Francisco
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Bosco, nacido el 4 de febrero de 1784. Su escasa fortuna consistía en unas tierras junto a la casa, que él mismo trabajaba para vivir. Como
éstas no bastaban para satisfacer todas las necesidades de su familia, cultivaba también, en calidad de quintero, las tierras lindantes, que
pertenecían a un tal Biglione, y en ellas había fijado su residencia. Vivía con su mujer, un hijo pequeño llamado Antonio, nacido el 3 de
febrero de 1803, y su anciana madre, a la que trataba con las atenciones que sugiere una tierna piedad filial. Era hombre de carácter
amable, excelente cristiano y dotado de gran sentido común para la instrucción religiosa, que cultivaba con la frecuente asistencia al
catecismo y a los sermones en la iglesia parroquial. La verdadera sabiduría proviene de Dios y enseña al hombre a no quedarse en vanos
deseos y a abandonarse enteramente a las disposiciones de la bondadosísima Providencia divina. Por eso, «la vida del que se basta a sí
mismo y del obrero es dulce, pero más que ambos el que encuentra un tesoro» 1.
Entregado por completo a sus trabajos, cuando menos lo esperaba, caía enferma la compañera de su vida, la cual, asistida por el vicario
((26)) parroquial don José Boscasso, el que había sido encarcelado en la fortaleza de Alessandria en 1800, expiraba el último día de
febrero de 1811, fortalecida con los sacramentos de la penitencia y de la extremaunción.
A este dolor privado se vino a añadir, aquel mismo año, otro dolor público. El 11 de noviembre moría repentimiento el propio vicario
don Boscasso, a los setenta y cuatro años, y era sepultado en la iglesia del Castillo. Para Francisco, que era hombre muy de iglesia, fué
ésta otra gran pérdida. En los pueblecitos campesinos el párroco es natruralmente el padre, el amigo, el confidente, el consolador de sus
parroquianos. El conoce a las familias y a cada uno de sus miembros; y éstos, siempre que lo encuentran, le saludan con una alegre
sonrisa. Los jovencitos han sido bautizados por él y por él admitidos a la primera comunión; una gran parte de padres y madres se han
prometido fidelidad eterna y amor delante de él; los hombres de edad se sirven de los consejos de su prudencia para gobernar a sus
dependientes y, a veces, para ejercer cargos públicos
con acierto. No hay casa donde no haya entrado para enjugar los últimos sudores de los moribundos, levantando sus corazones con la
esperanza de otra vida llena de felicidad y sin término, y aliviando, al mismo tiempo, el dolor de los parientes. El nacimiento, la vida, la
//1 Eclesiástico, XL, 18. //
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muerte y la sepultura de cada individuo, lo mismo que las alegrías, los dolores y las miserias están siempre unidas al recuerdo del buen
Pastor. El conoce los secretos de todos y su ministerio divino le coloca por encima de todos. La muerte de un párroco se siente como la
pérdida del jefe de familia y troncha relaciones, confidencias, asuntos delicadísimos, a veces, de forma irreparable.
Dado lo aciago de los tiempos, los cristianos más fervorosos pensaban quién podría ser el sucesor del vicario difunto. Ya había sido
promulgado el nuevo código, compilado por Napoleón, ((27)) al cual
él mismo llamaba arma poderosa contra la Iglesia. En Italia surgían
por todas partes y se propagaban las logias masónicas, favorecidas
por el gobierno imperial. Se dispersaba a los religiosos; se cerraban
los conventos, a los que acudían los fieles con tanta confianza; se
confiscaban y vendían los bienes eclesiásticos. Los desórdenes morales crecían en las poblaciones y no surgía casi ninguna vocación
eclesiástica. La libertad de culto concedía al error los mismos derechos irrenunciables que a la verdad; se abolían las inmunidades
eclesiásticas; se prescribía en los seminarios la enseñanza de las máximas galicanas, que atentaban contra los sagrados derechos del
Romano Pontífice; leyes especiales y severísimas se dictaban contra
los miembros del clero que desaprobaban algún acto del Gobierno; los obispos eran considerados como servidores del Emperador y se
sustraían de su vigilancia las escuelas, para que las mentes juveniles fueran empapándose de los ideales e intenciones políticas y de las
aberraciones religiosas de quién regía el Estado. Pío VII seguía prisionero en Sanova. Además de estas dificultades de orden general,
había otras inherentes al oficio del párroco, que había de ser hombre de gran prudencia y celo apostólico. Se le obligaba a difundir y
explicar un catecismo complicado por orden de Napoleón para todas las diócesis del Imperio: catecismo lleno de inexactitudes, de
máximas heréticas, de añadiduras taimadas, con no pocas omisiones; catecismo que indirectamente atribuía al Soberano autoridad, aun en
materia religiosa. El párroco no podía predicar, ni directa ni indirectamente, contra otros cultos autorizados por el Estado. Se le prohibía
bendecir el matrimonio de quien no lo hubiera contraído
antes civilmente. Los mienbros de la administración de los bienes
parroquiales necesitaban la aprobación por parte del gobierno. El
obispo, si bien consevaba el derecho de nombrar e instituir al párroco, no tenía poder para darle la institución canónica, antes de que el
nombramiento, mantenido en secreto, no hubiera sido presentado ((28)) a la aprobación imperial, a través del ministro del culto.
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Y el párroco nombrado no podía entrar en funciones, sin haber prestado el juramento prescrito en manos del gobernador.
Pero volvamos a Francisco Bosco. Se encontraba seriamente preocupado por no poder, a causa de sus apremiantes trabajos, atender a su
madre y cuidar de su único hijo que rayaba en los nueve años. Por esto, se decidió a casarse en segundas nupcias. Como iba con
frecuencia a Capriglio, conocia las virtudes domésticas, nada comunes, de Margarita Occhiena.
Margarita no mostraba ninguna propensión a desposarse. Ocupada en los trabajos de casa y del campo, siempre retirada y ajena a toda
expansión y esparcimiento, evitaba mezclarse en las alegres tertulias en que tomaban parte, los días festivos, hasta las personas más
honestas. Contaba ya veinticuatro años. Tenía el deseo de permanecer siempre así, en casa, para asistir a su padre y a su madre en la vejez.
Pero el Señor la había destinado al estado conyugal. «Mujer varonil da contento a su marido, que acaba en paz la suma de sus años. Mujer
buena es buena herencia, asignada a los que temen al Señor: sea rico o pobre, su corazón es feliz, en todo tiempo alegre su semblante».1
Francisco la pidió por esposa. Margarita, antes de dar su consentimiento, puso alguna dificultad, manifestando el disgusto que sentía al
tener que dejar la casa paterna. su padre aprobaba y aconsejaba la unión. Aunque de edad algo avanzada, decía que se
encontraba con fuerzas, de modo que no tenía necesidad de asistencia alguna. Una salud a toda prueba era el envidiable patrimonio de su
familia. El, de echo, vivió hasta los noventa y nueve años y ocho meses; y su hermano ((29)) Miguel, más joven, murió a punto de cumplir
los noventa. Por otra parte, le quedaban en casa otros hijos e hijas, especialmente una, llamada Mariana, que tenia el propósito de cuidarse
de él. Margarita, siempre dispuesta a obedecer, se abandonó a la voluntad de su padre. Aquella unión no proporcionaría riquezas, pero era
conveniente. «Ciertamente es un gran negocio la piedad, con tal de uqe se contente con lo que tiene; mejor es poco con temor de Yahvéh,
que gran tesoro con inquietud».2
El sacramento del matrimonio es grande en Cristo y en la Iglesia, ha dicho San Pablo; y siendo sacramento de vivos, se debe recibir en
gracia de Dios. íAy del que empieza su nuevo estado con un sacrilegio! Esta es la razón se tantas desdichas en la familias: porque el
sacramento, recibido indignamente, viene a ser para ellas como un
//1 Eclesiástico, XXVI, 2-4.
2 I Tim., 6; Prov.XV, 16.//
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pecado original. El sacrilegio acrrea la maldición de Dios. Quien, por el contrario, lo recibe santamente, recordando que esta unión es
figura de la unión divina de Jesuscristo con su Iglesia, obtiene la abundancia de la gracia y muchas bendiciones aun temporales:
bendiciones para sobrellevar con facilidad el peso de las obligaciones contraídas ante Dios, bendiciones para la paz doméstica,
bendiciones para tener lo necesario para la vida y, sobre todo, bendiciones para los propios hijos. En aquellos tiempos, como sucede en los
nuestros, en tales ocasiones se celebraban en las aldeas ruidosas demostraciones de alegría, festejos, banquetes, disparos de cohetes,
música. Pero, antes que nada, se hacía una buena confesión y una santa comunión y, luego, una vez recibida la bendición del párroco,
venía la mutua entrega de los anillos al pie del altar y durante el santo sacrificio. Así lo hicieron Francisco y Margarita: ((30)) después de
haber ido al ayuntamiento, celebraron su boda en la parroquia de Capriglio el 6 de junio de 1812. Desde aquel momento observaron con
exactitud el gran precepto de San Pablo: «Cada uno ame a su mujer como a sí mismo; y la mujer, que respete al marido».1
Margarita, una vez en su nueva casa de Morialdo, consideró en seguida al pequeño Antonio como hijo suyo, de manera que éste
encontró una madre que sustituía a la difunta, y no a una madrastra, como suele acontecer muchas veces a los pobres huerfanitos. Pero el
chico, aunque muy bien tratado, parece que por razones interesadas no veía bien el segundo matrimonio de su padre.
Entre tanto, por estos mismos días, el once de junio, un carruaje
que había salido de Sanova atravesaba a gran velocidad la llanura de
Alessandría: en él iba encerrado y casi agonizante Pío VII, prisionero de Napoleón desde hacía tres años. Acompañado por un comisario
imperial, atravesaba sin que nadie lo supiera las colinas de Asti, llegaba a Fontainebleau, donde su perseguidor le tenía preparados
amarguísimos sinsabores. A su paso, el santo Pontífice bendeciría seguramente a los piamonteses, sabiendo como sabía el afecto que le
profesaban. Al enterarse Margarita de su paso, no pediría a Dios que aquella bendición le sirviera de ayuda en su nuevo estado?
Margarita era feliz porque «para el corazón dichoso, alegría sin
fin»2. Acogió a la anciana madre de Francisco, que también se llamaba Margarita, con indecible alegría y depositó en ella todo su afecto y
su confianza. Margarita correspondía a su suegra con amor
//1 Efes.V, 33.
2 Prov.XV, 15.//
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y obediencia de hija. Los dos corazones ((31)) se entendieron perfectamente desde el primer día. Tenían idénticas inclinaciones para el
trabajo, la economía y la caridad; el mismo sistema para organizar las
ocupaciones de la casa, los mismos principios para la educación de la familia. La madre de Francisco, bajo las vestimentas campesinas,
era todo una señora por la nobleza de sentimientos, la firmeza de voluntad y la entrega en el amar y hacer el bien.
El Señor bendijo la unión de Francisco y Margarita y el 8 de abril
de 1813 pudieron alegrarse con el nacimiento de su primogénito, al que impuso el nombre de José, en el santo Bautismo, el nuevo vicario
don José Sismondo, que había tomado posesión de la parroquia en los últimos días de agosto de 1812.
Sin embargo, empañaba su alegría el lastimoso estado de la patria. Las iglesias eran despojadas de los ornamentos preciosos y las obras
de arte. Los campanarios sagrados permanecían mudos en los días festivos, sin el tañido de sus consoladoras armonías, porque las
campanas habían sido fundidas a millares para fabricar cañones. Los sacerdotes envejecidos, sin medios para sustentarse y vigilados por la
policía. El recaudador, inexorable al cobrar los impuestos. Las madres se deshacían en lágrimas ante la separación de sus hijos destinados
al servicio militar. Desde 1805 en adelante se desencadenaron continuas guerras, aunque en tierras lejanas. Muchísimos jóvenes italianos
habían caído combatiendo contra Alemania; veinte mil en España, quince mil en la retirada de Rusia. Aquel año, todo el norte de Europa
se había aliado con Inglaterra contra Napoleón y todos los jóvenes, a partir de los dieciocho años, se vieron obligados a empuñar las armas
y marchar a Francia para ser sacrificados en defensa del déspota que un día les había llamado ícarne de cañón! Y en las iglesias el pueblo
tenía que oír cantar: Domine, salvum fac Imperatorem nostrum Napoleonem! (íSalva, Señor, a nuestro Emperador
Napoleón!) ((32))
Las oraciones de los buenos subían, entre tanto, al trono del Señor pidiendo perdón; y Dios misericordioso hacía pedazos el flagelo que
azotaba a las naciones. Con el año 1815 llegaron a Europa la paz y el descanso. Napoleón, confinado para el resto de su vida en medio del
océano, en la isla de Santa Elena, reconoció, como otro Nabucodonosor, que sólo Dios da y quita las coronas imperiales y reales.
Para el Piamonte fue un año de alegría sin límites. Las leyes
opresoras de la Iglesia quedaron abrogadas. Pío VII llegó a Savona y
en presencia del rey Carlos Manuel I, que había vuelto a ocupar el
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trono de sus padres el veinte de mayo del año anterior, rodeado de
los obispos y en medio de una muchedumbre innumerable, coronaba a la Virgen de la Misericordia en acción de gracias por haberle
librado del duro cautiverio. El diecinueve de mayo, tras pasar por Génova, Novi, Voghera y Moncalieri, llegaba de improviso a Turín. Era
el séptimo viaje que hacía por territorio piamontés. Imposible describir el cariñoso recibimiento que la Casa Real de Saboya y el pueblo
entusiasmado le tributaron, ni la solemnidad con que fue expuesta la Santa Sábana en el balcón del palacio Madama ante la multitud
arrodillada, primero en la fachada de poniente y luego en la de levante.El Papa, en medio, y los obispos a ambos lados sostenían la
Reliquia más insigne que existe sobre la tierra, después de la de la Cruz, mientras las campanas de la ciudad tocaban a fiesta y el cañón
anunciaba a los lugares lejanos el faustísimo acontecimiento. El Papa abandonaba Turín el veintidós de mayo, después de visitar el
santuario de la Consolata.
Pues bien, en este mismo año, en el que ocurrieron tan felices sucesos, pocos meses después de que el Sumo Pontífice instituyera la
fiesta de María Auxiliadora de los Cristianos, la noche del dieciséis
de agosto, en plena octava de la Asunción de la Virgen al cielo, nacía el segundo hijo de Margarita Bosco. ((33))
Fue bautizado solemnemente en la iglesia parroquial de San Andrés apóstol, al día siguiente, diecisiete, por la tarde, por don José Festa.
Fueron padrinos Melchor Occhiena y Magdalena Bosco, viuda del difunto Segundo, y se le impusieron los nombres de Juan-Melchor.
En los momentos de peligro, de revueltas, cuando la sociedad corre graves riesgos y se tambalea sobre sus cimientos, la Providencia
suscita hombres que se convierten en instrumentos de su misericordia, pilares y defensores de su Iglesia y obreros de la restauración
social. Parecía que la paz quedaba afianzada en el mundo, pero no iba a ser duradera. Las sociedades secretas seguían su labor sigilosa,
minando tronos y altares y, de cuando en cuando, golpes revolucionarios ponían de manifiesto su audacia, hasta que, por permisión de
Dios, renovaron abiertamente la guerra, primero para castigo de sus cómplices pequeños y grandes y, luego, para el triunfo y la exaltación
de su nombre.
Juan Bosco daba sus primeros vagidos en la cuna de I Becchi, mientras en Castelnuovo el niño Juan José Cafasso, de cuatro años, era ya
llamado por sus compañeros el santito, por su bondad y su porte. Estos dos niños llegarán a ser hombres; y, precisamente en el
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tiempo en que más furiosa se entablará la lucha entre el bien y el mal, ambos se encontrarán en su sitio, cada uno realizando su propia
misión providencial.
Una dulce paz, jamás turbada ni por un solo momento, reinaba en la familia Bosco. «Un don del Señor la mujer silenciosa, no tiene
precio la bien educada» 1. Margarita, amante del orden y del ((34)) silencio, de gran cordura y prudencia, velaba por la economía;
mientras el buen Francisco, trabajando los campos con su sudor, proporcionaba el sustento a su madre septuagenaria y achacosa, a sus tres
hijos y a dos obreros del campo. La mayor preocupación de los esposos era guardar los preciosos tesoros que de Dios habían recibido: por
eso, vigilaban para que nada pudiera menoscabar su inocencia.
Entre la gente del pueblo gozaban de gran estima por su honradez sin tacha y su vida verdaderamente cristiana: esa fama perdura
todavía, después de tantos años. Esta es la mejor herencia que se puede dejar a los hijos, porque «la gloria del hombre procede de la honra
de su padre» 2.
Desgraciadamente, en esta tierra toda alegría tiene término. Dios
misericordioso visitó aquella casa con una grave desventura. Francisco, lleno de fuerzas, en la flor de la edad, dedicado por entero a
educar cristianamente a sus hijos, un día en que volvía a casa completamente bañado en sudor, entró imprudentemente en la subterránea y
fría bodega. Cortada la transpiración, al anochecer se le manifestó una fiebre violenta, precursora de grave pulmonía. Todos los cuidados
resultaron inútiles y en pocos días se encontró al fin de su vida. Fortalecido con los auxilios de la Religión, animaba a su desolada esposa
a poner su confianza en Dios; y en los últimos instantes, llamándola a su lado, le dijo: Mira qué gran gracia me concede el Señor. Quiere
que vaya a El hoy, viernes, día que recuerda la muerte de nuestro divino Redentor, y precisamente a la misma hora en que El murió en la
cruz, cuando tengo la misma edad que El en su vida mortal. -Y después de rogarle que no se afligiera excesivamente por su muerte y se
resignara a la voluntad de Dios, añadió: -Te recomiendo muy mucho a nuestros hijos, pero de un modo especial cuídate de Juanito.
Francisco acababa su vida a la hermosa edad de treinta y cuatro años cumplidos, el 11 de mayo de 1817, en una habitación de la alquería
de los Biglione. Al día siguiente, su cadáver fue llevado al
// 1 Eclesiástico, XXVI, 14.
2 Eclesiástico, III, 11.//
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cementerio, acompañado del dolor y las oraciones de toda la población. Cuanto hemos dicho de Francisco lo supierondon Miguel Rúa y
otros, de labios de mamá Margarita.
De este día de luto hablaba con frecuencia don Juan Bosco a sus
pequeños amigos, los alumnos del Oratorio de San Francisco de Sales, para inculcarles el respeto, la obediencia y el amor a sus padres. En
los primeros tiempos, cuando no eran tan variadas sus múltiples ocupaciones y la salud le acompañaba, al anochecer se presentaba en el
patio durante el recreo y, al instante, centenares de jovencitos corrían a su alrededor: él se sentaba y los entretenía con relatos edificantes.
A menudo les contaba anécdotas de su niñez. Entonces, más de uno le decía: -Cuéntenos la muerte de su pobre papá. -Y don Bosco les
decía: -«No tenía yo todavía dos años, cuando se murió mi padre y no recuerdo su fisonomía. No sé qué fue de mi en aquella triste
ocasión; tan sólo recuerdo, y es el primer hecho de la vida del que conservo memoria, que mi madre me dijo: -íYa no tienes padre! -
Todos salían de la habitación del difunto y yo quería a todo trance seguir en ella. Mi madre, que había recogido un recipiente con huevos
metidos en salvado, me repetía llena de pena: -Ven,
Juan, ven conmigo. -Si no viene papá, yo tampoco quiero ir, respondí. -Pobre ((36)) hijo mío, insistió la madre, ven conmigo: ítú ya no
tienes padre! -Y dicho esto, rompió en llanto, me tomó de la mano y me llevó a otro sitio, mientras yo lloraba porque ella lloraba. En
aquella edad, yo no podía comprender la gran desgracia de perder al padre. Pero nunca olvidé aquellas palabras: -íYa no tienes padre!-
También me acuerdo de lo que hicieron entonces en casa con mi hermano Antonio, que desvariaba por el dolor. Desde aquel día hasta la
edad de cuatro o cinco años no me acuerdo de ninguna otra cosa. Y desde esta edad en adelante, recuerdo todo lo que hacía».
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((37)
)
CAPITULO IV
GRAN CARESTIA EN EL PIAMONTE -PENURIA FAMILIAR
LA VIUDA CRISTIANA -SABIDURIA DE MARGARITA EN LA
EDUCACION DE SUS HIJOS.
La muerte de Francisco dejó consternada a toda la familia. Se trataba de cinco personas que Margarita había de mantener, pues su
corazón bondadoso no le permitía despedir a los dos obreros del campo. Ya desde el año anterior, 1816, la carestía había reducido el
Piamonte a un estado lastimoso. Las cosechas del año, que eran su único recurso, se habían perdido a causa de las heladas fuera de tiempo
y de una obstinada sequía. Los campos sembrados de cereales, los prados, los árboles frutales, ofrecían a quien los contemplaba un
aspecto desolador. Los comestibles alcanzaron precios fabulosos: el trigo llegó a pagarse a 25 liras la hemina, el maíz a 16. Hay
testimonios contemporáneos que aseguran que los
mendigos pedían con insistencia un poco de salvado para mezclarlo con el cocido de garbanzos y alubias y proporcionarse así alimento. Se
encontraron personas muertas en los prados con la boca llena de hierba, con la que habían intentado acallar su espantosa hambre. En tan
angustiosa calamidad la gente se dirigía a Aquel a quien obedecen las lluvias y se vieron demostraciones públicas de penitencia que
parecía que nunca más habrían debido volver a darse, después de la tremenda propaganda de indiferencia religiosa ((38)) que se había
llevado a cabo durante la revolución. Las poblaciones extenuadas, escuálidas, peregrinaban de santuario en santuario, con los pies
descalzos, con cadenas al cuello y cruces pesadas al hombro, suplicando misericordia. Cuando volvían a sus casas, muchos pobrecillos, si
divisaban en los campos una hacienda con aire de bienestar, se dirigían a ella fatigosamente y arrodillandose delante de la puerta pedían
limosna con angustiosa voz. El dueño, rico señor en otros tiempos y ahora reducido a tener que pensar con ansiedad en el futuro,
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salía con un saco en cuyo fondo había salvado y daba un puñado a cada uno de aquellos hambrientos, algunos de los cuales lo engullían
seco como estaba, regándolo con sus láqrimas.
Tantas privaciones desarrollaron múltiples enfermedades que llevaron a muchos a la tumba. En las ciudades, a las puertas de los palacio
y de las iglesias, por las calles y plazas, se hacinaban turbas de mendigos, sin fuerzas, semisdesnudos, atormrntados por repugnantes llagas
causadas por el tifus exantemático, que mostraban con gestos de dolor para excitar la compasión y la caridad. A esto hay que añadir la
inseguridad de los caminos. Manadas de lobos, procedentes de Suiza, donde se les había perseguido de manera general y encarnizada,
infestaban los bosques de la Abadía de Stura, junto a Turín, y desde allí se esparcían por otras zonas, impulsados por el hambre.
En medio de tantas miserias, la buena Margarita alimentó a su familia mientras tuvo con qué hacerlo; después entregó una suma de
dinero a un vecino llamado Bernardo Cavallo, para que fuera en busca de víveres. Nadie en Morialdo quería vender a ningún precio los
pocos alimentos que aún le quedaban. Ya no se llevaban a las ferias las vacas ni los bueyes, por falta de compradores, pues nadie había
podido recoger nada de heno. Aquel amigo recorrió varios mercados y no pudo comprar nada, ni siquiera a precios exorbitantes. Regresó
((39)) después de dos días, llegando al anochecer con la expectación que era del caso. Pero cuendo dijo que no llevaba nada, que volvía
con el mismo dinero, el terror se apoderó de todos, ya que aquel día habían comido muy poco y podían temer las funestas consecuencias
del hambre durante la noche.
Margarita, sin perder el ánimo, se dirigió una vez más a sus vecinos para que le prestaran algo con que comer, pero no encontró quien
pudiera proporcionarle ningún socorro. Reunió entonces a la familia y habló en estos términos: -Mi marido me recomendó en punto de
muerte que tuviera siempre gran confianza en Dios. Vamos, pues;pongamonos de rodillas y recemos.-Después de una breve oración se
levantó y dijo: -En casos extremos hay que echar mano de medios extremos.-Con la ayuda del vecino entró en el establo,mató un ternero
y cociendo a prisa una parte, calmó el hambre de la extenuada familia. Para los días siguientes se proveyó de legumbres que logró hacer
llegar a precios carísimos de pueblos lejanos.
Es fácil imaginar lo que le tocó sufrir y trabajar a mamá Margarita en tiempo tan calamitoso. pero a costa de incesante trabajo, constante
economía, gran atención y cuidado de las cosas más pequeñas
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y alguna ayuda verdaderamente providencial, superó la crisis de
provisiones.«Fui joven, dice el real Profeta, ya soy viejo, nunca vi al
justo abandonado, ni a su linaje mendigando el pan»1. En medio de
tantas penas y angustias, un vivísimo dolor vino a herir el corazón
de Margarita. Su madre Dominga fallecía el 22 de marzo de 1818, a
la edad de 60 años.
Estos hechos nos los refirió la misma Margarita y fueron confirmados por los vecinos, parientes y amigos. ((40))
Terminada aquella terrible carestía y normalizada la situación
familiar, le hicieron a Margarita proposición de un matrimonio sumamente conveniente; pero ella respondió: -Dios me dio un marido y me
lo quitó; al morir él me confió tres hijos y yo sería una madre cruel si los abandonara en el momento en que más necesitan de mí. -Se le
hizo presente que sus hijos quedarían bajo la protección de un buen tutor que cuidaría de ellos con solicitud... -El tutor, insistió la
generosa mujer, es un amigo; yo soy la madre de mis hijos y no los abandonaré jamás, aunque me dieran todo el oro del mundo. Es mi
deber entregarme por completo a su cristiana educación.-Asimismo indicaba que ella misma quería atender a las necesidades de la
anciana suegra.
Al llegar a este punto creo oportuno hacer una reflexión. La educación de los hijos se logra en la medida en que merecen las oraciones y
las virtudes de las madres, y en que la quieren y procuran con diligencia cristiana y espíritu de sacrificio. El amor simplemente natural no
es más que egoísmo y hace estéril toda fatiga. Dios había dado a Juan Bosco una auténtica madre cristiana que debía formarle según sus
designios. Margarita comprendió su misión.
Ha dicho el Espíritu Santo: «Tienes hijos? Adoctrínalos, doblega su cerviz desde su juventud2. Caballo no domado, sale indócil; hijo
consentido, sale libertino3. Halaga a tu hijo, y te dará sorpresas,
juega con él, y te traerá pesares. No le des libertad en su juventud, y
no ((41)) pases por alto sus errores4. Instruye al joven al empezar su
camino, que luego, de viejo, no se apartará de él».5
Estas verdades que Margarita había aprendido en la escuela pedagógica más autorizada del mundo, en la iglesia, asistiendo a las
//1 Salmo,XXXVI,25.
2 Eclesiástico, VII,23.
3 Eclesiástico,XXX,8.
4 Eclesiástico,XXX,9,11.
5 Prov.,XXII,6.//
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funciones parroquiales, constituyen su norma constante, interpretada por su amor de madre cristiana y facilitada por los ejemplos
persuasivos de sus virtudes.
El hijo reproduce en sí mismo a su madre; por eso veremos resplandecer en él su fe, su pureza, su amor a la oración, su paciencia, su
intrepidez, su constancia, su confianza en el Señor; el celo por la
salvación de las almas, la sencillez y amabilidad de trato, la caridad
con todos, la actividad incansable, la prudencia en plantear y llevar
a cabo los asuntos y en vigilar a los súbditos con admirable maestría,
la serenidad en las adversidades: valores todos reflejados en él desde
el corazón de Margarita y en él impresos como la lente fotográfica
imprime sobre el cristal preparado las imágenes que se ponen delante.
Es más, la preparación misma fue obra de Margarita, con sus santas industrias y con su previsión, que no contariaba, sino que corregía y
dirigía a Dios las inclinaciones y las dotes naturales con las que Juan había sido enriquecido. Manifestaba él un ánimo abierto, apego a su
parecer, tenacidad en sus propósitos; y la buena madre lo acostumbró a una perfecta obediencia, sin halagar el amor propio, antes bien
persuadiéndole a someterse a las humillaciones inherentes a su condición: al mismo tiempo no dejó de intentar ningún medio para que
pudiera entregarse a los estudios, sin afanarse excesivamente ((42)) y dejando que la divina Providencia determinara el momento
oportuno. El corazón de Juan, que un día debería acumular riquezas inmenesas de afecto para todos los hombres, estaba lleno de una
exhuberante sensibilidad que podía resultar peligrosa, de ser secundada: margarita no rebajó nunca su majestad de madre con caricias
exageradas, ni compadeciendo o tolerando cuanto pudiera tener sombra de defecto; mas no por ello usó jamás con él modos ásperos ni
tratos violentos que lo irritaran o pudieran motivar enfriamiento en su amor filial. Juan tenía innato ese sentimineto de
seguridad en el obrar, por el que el hombre se siente llevado naturalmente a dominar y que es necesario en quien está destinado a presidir a
muchos, pero que también con tanta facilidad puede degenerar
en soberbia; y Margarita no vaciló en reprimir los peuqeños caprichos desde el principio, cuando todavía él no era capaz de
responsabilidad moral. Pero, cuando más tarde le verá sobresalir entre los compañeros con el fin de hacerles el bien, observará en silencio
su conducta, no se opondrá a sus sencillos proyectos y no sólo le dejará actuar a su gusto sino que incluso le proporcionará los medios
necesarios, aun a costa de privaciones. De esta manera, con dulzura y
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suavidad se insinuará en su ánimo y le inclinará a hacer siempre lo
que ella quiera.
En una palabra, las virtudes de la madre explican las virtudes del
hijo, porque uno era digno del otro. Con razón, pues, María Matta, abuela matterna del salesiano don Segundo Marchisio, y la señora
Benedicta Savio, hija de Evasio y maestra en el asilo infantil de Castelnuovo, que vivieron con Margarita, la calificaron con la enfática
expresión de reina de las madres cristianas. Y el método que Margarita usó con Juan, lo empleó también siempre con sus otros hijos.
Pasemos ahora a contemplar en acción a esta digna madre en su sagrada función de educadora.
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((43)
)
CAPITULO V
EL CATECISMO -EL PENSAMIENTO DE DIOS -LA ORACION
LA PRIMERA CONFESION -EL TRABAJO -PRIMEROS INDICIOS
DE LA VOCACION DE JUAN.
APENAS comenzaron los hijos a discernir suficientemente el bien del mal, la gran preocupación de Margarita fue instruirles en los
primeros rudimentos de la religión, encaminarles en la práctica de la misma y ocuparles en cosas compatibles con su edad.
El amor a Dios, a Jesucristo, a María Santísima, el horror al pecado, el temor de los castigos eternos, la esperanza del paraíso, no se
aprenden mejor, no se imprimen tan profundamente en el corazón como cuando se aprenden de labios de una madre. Nadie puede tener la
autoridad de persuasión, ni la fuerza de amor, de una madre cristiana. Si en nuestros días se ve tanta juventud que crece corrompida,
insolente, irreligiosa, se debe principalmente a que las madres no enseñan el catecismo a sus hijos. El párroco enseñará en la iglesia a los
niños con verdadero celo las verdades eternas; el maestro, si por fortuna es buen católico, hará estudiar y explicará en la escuela el
catecismo de la diócesis a sus alumnos; pero la instrucción que ellos dan resulta, tal vez, demasiado breve y, en ocasiones, en medio de
mil distracciones y alboroto, de modo que los muchachitos aprenden, pero la doctrina no hace mella profunda en ellos. En cambio, ((44))
la instrucción religiosa que imparte un madre con la palabra, con el ejemplo, confrontando la conducta del hijo con los preceptos
particulares del catecismo, hace que la práctica de la religión venga a ser vida propia y se aborrezca el pecado instintivamente, y como por
instinto, se ama el bien. El ser bueno se convierte en costumbre y la virtud no cuesta gran esfuerzo. Un niño, educado de esta forma, tiene
que hacerse violencia para llegar a ser malo.
Margarita conocía la fuerza de la educación cristiana y sabía que
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la ley de Dios, enseñada todas las noches con el catecismo y recordada frecuentemente a lo largo del día, era el medio seguro para que sus
hijos se hicieran obedientes a los mandatos de su madre. Por eso, ella repetía preguntas y respuestas, tantas veces cuantas fuera preciso,
para que sus hijos las aprendieran de memoria.
Siendo como era mujer de gran fe, tenía siempre a Dios en su
pensamiento y en sus labios. De mente despejada y palabra fácil,sabía servirse en toda ocasión del santo nombre de Dios para adueñarse
del corazón de sus hijos. Dios te ve: era la palabra con que les recordaba que siempre se encontraban bajo la mirada del Dios grande, que
un día los habría de juzgar. Si les permitía ir a entretenerse por los prados vecinos, les decía al despedirlos: -Acordaos de que Dios os ve.
Si alguna vez los veía pensativos y temía que en su ánimo ocultasen pequeños rencores, les susurraba al oído: -Acordaos de que Dios os
ve y ve también vuestros pensamientos, aun los más secretos. Si al hacer a alguno una pregunta, sospechaba que pudiera excusarse con
una mentira, antes de que respondiese, le recalcaba:
-Acuérdate de que Dios te ve. Sin saberlo repetía a sus hijos las palabras que Dios había dicho a Abrahán: «Camina en mi presencia y
sé perfecto». 1 Como también el recuerdo que Tobías daba a su hijo:
-Todos los días de tu vida ten a Dios ((45)) en tu mente, y guárdate de consentir jamás en el pecado y de quebrantar los preceptos del
Señor
nuestro Dios.-Esta gran verdad es la que mueve a responder, con José, al tentador: -Cómo puedo yo hacer ese mal y pecar contra mi Dios?
Con los espectáculos de la naturaleza Margarita despertaba continuamente en ellos la memoria de su Creador. En las hermosas noches
estrelladas, salían fuera de casa, señalaba al cielo y les decía: -Dios es quien ha creado el mundo y ha colocado allí arriba las estrellas. Si
el firmamento es tan hermoso, cómo será el paraíso? -En la primavera, a la vista de una linda campiña o de un prado cubierto de flores, al
despuntar la aurora serena o ante el espectáculo de un ocaso rosáceo, exclamaba: -íQué cosas más bellas ha hecho el Señor para nosotros!
-Si se levantaba una tempestad y, al retumbar de los truenos, los niños se agrupaban a su alrededor, les hacía notar: -íQué poderoso es el
Señor! Quién podrá resistirle? íTengamos cuidado de no cometer pecados! -Cuando una fuerte granizada echaba a perder las cosechas, al
ir con sus hijos a observar los daños, les decía: -El Señor nos lo había dado, el Señor nos lo ha
1 Gn., XVII, 1.
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quitado. El es el dueño. Todo será para mayor bien; pero sabed que para los malos son castigos, y que con Dios no se juega.-Cuando las
cosechas eran buenas y abundantes: -Demos gracias al Señor, repetía, íqué bueno ha sido con nosotros proporcionándonos nuestro pan de
cada día! -En invierno, cuando se encontraban todos sentados delante del fuego y afuera había hielo, viento y nieve, les hacía reflexionar
diciendo: -íCuántas gracias debemos, dar al Señor, que nos provee de todo lo necesario! Verdaderamente Dios, es, padre. íPadre nuestro,
que estás en el cielo!
Margarita sabía también sacar admirablemente consecuencias morales y prácticas de todos aquellos hechos que impresionaban de algún
modo la fantasía de sus hijos. ((46))
De su madre aprendió Juan a estar siempre en la presencia de Dios y a recibir lo bueno o lo malo como venido de su mano. Cuando
hablaba de su madre, cosa frecuente, siempre se mostró reconocidísimo a la educación eminentemente cristiana que de ella había recibido
y a los grandes sacrificios que por él había soportado.
Mientras los hijos fueron pequeños, Margarita enseñó a cada uno en particular las oraciones cotidianas. Así hizo con Juan, pero apenas
éste fue capaz de reunirse con los demás, le hacía arrodillarse por la mañana y por la noche y, todos juntos, rezaban las oraciones y la
tercera parte del rosario. Aunque Juan era el más pequeño de los hermanos, solía ser el primero en recordar a los otros este deber, al llegar
la hora, y con su ejemplo los animaba a rezar con mucha devoción. Su buena madre los preparó a la primera confesión, cuando llegaron a
la edad del discernimiento, los acompañó a la iglesia, comenzó confesándose ella misma, los recomendó al confesor y, después, los ayudó
a dar gracias. Así siguió asistiéndoles en esto, hasta que los consideró capaces de hacer dignamente por sí solos la confesión. Juan, fiel a
estas enseñanzas, empezó a confesarse con gran devoción y sinceridad y con la mayor frecuencia que se le permitía. Los domingos y
fiestas de precepto los llevaba a oír la santa misa en la iglesia de la aldea dedicada a San Pedro, donde el capellán predicaba y daba un
poco de catecismo. Juan, al regreso, repetía en casa algo de lo oído y todos le escuchaban con agrado.
El suave proceder de Margarita para guiar a sus hijos a Dios con la oración y los sacramentos, le dieron tal ascendiente sobre ellos, que
no disminuyó nunca con el correr de los años. Ya adultos, les preguntaba, ((47)) sin rodeos y con plena autoridad materna, si habían
cumplido sus deberes de buenos cristianos y si habían rezado las oraciones de la mañana y de la noche. Y los hijos, con treinta y más
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años, respondían con la misma sencillez y confianza que cuando eran niños.
Al mismo Juan, siendo ya sacerdote, no dejaba de prodigarle sus advertencias. Cuando llegaba a casa, en la aldea, a hora avanzada,
después de dar una misión fatigosa por los pueblos vecinos; cuando volvía cansado y sudoroso de un largo viaje; o cuando, ya en el
Oratorio, entraba en su habitación cargado de sueño, después de haber predicado y confesado todo el día, y comenzaba a quitarse la ropa,
su madre le detenía y preguntaba: -Has dicho ya las oraciones?-El hijo, que ya las había recitado, sabedor del consuelo que proporcionaba
a su madre, respondía: -íVoy a rezarlas enseguida!-Y añadía ella: -Porque mira: estudia tus latines, aprende toda la teología que quieras;
pero no olvides que tu madre sabe más que tú: sabe que debes rezar.-El hijo se arrodillaba y mamá Margarita, mientras tanto, daba vueltas
en silencio por la habitación, despabilaba el candil, arreglaba la almohada, abría la cama y, cuando el hijo había terminado de rezar, salía
sin añadir palabra.
Se podría objetar que se trataba de una pretensión inoportuna e indiscreta. Pero yo creo no equivocarme afirmando que en aquel
momento la buena Margarita gozaba pensando cómo, después de tantos años, sus hijos eran para ella los mismos de otros tiempos,
sencillos, sumisos, respetuosos. íCuántas madres en nuestros días no se ven reconocidas como tales por sus hijos irrespetuosos que, llega
dos a mayores de edad, les niegan todo gesto de respeto y deferencia! íCuántas tienen que llorar al verse despreciadas, ridiculizadas,
insultadas por hijos desnaturalizados, que emplean con ellas los modales y los aires de un amo! Margarita, ((48)) en cambio, al poder
repetir a sus hijos las mismas palabras que les dirigía cuando eran niños cada noche, al verlos tan obsequiosos a sus avisos, se daba cuenta
de que seguía siendo para ellos la misma de siempre. Pasaban los años, pero no pasaba la alegría de la niñez. Margarita, que poseía un
corazón sensible y delicado, se retiraba muchas veces a su cuarto enjugando las lágrimas de alegría que brillaban en sus ojos. Las lágrimas
de alegría que un hijo hace brotar de los ojos de su madre son más preciosas a la vista de Dios que todas las perlas de los mares de
Oriente; y «como el que atesora es quien da gloria a su madre» 1.
Pero, además de la instrucción religiosa y de las oraciones, Margarita empleaba otro medio de educación, que era el trabajo. No podía
soportar que sus hijos estuvieran ociosos y los adiestraba con
1 Eclesiástico, 111, 4.
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tiempo para el desempeño de algún trabajo. Juan, apenas cumplidos los cuatro años, ya se ocupaba con mucha constancia en deshilachar
las varas de cáñamo, que la madre le daba en determinada cantidad. Y el niño, acabada su tarea, se dedicaba a preparar sus juegos. Ya en
aquella edad era capaz de redondear trozos de madera y hacer bolas y palos para el juego de la «galla». Este juego consiste en que uno tira
la bola con una estaca y el otro la devuelve de rebote con un palo1. Juan se sentía feliz jugando con sus compañeros; pero no faltaban
disputas y riñas, fáciles en semejantes reuniones de chiquillos; en tales casos su papel era siempre el de pacificador, interviniendo para
calmar los ánimos. Más de una vez la bola, manejada por aquellos inexpertos e imprudentes, iba a herirle en la cabeza o en la cara y, al
sentir el dolor, corría en busca de su madre para que lo curara.La buena Margarita, ((49)) al verlo en aquel estado, le decía:
-Es posible? Todos los días me haces alguna trastada. Para qué vas con esos compañeros? No ves que son malos?
-Por eso voy con ellos; cuando estoy yo, no se alborotan, son mejores, no dicen ciertas palabras.
-Pero, mientras tanto, vienes a casa descalabrado.
-Ha sido mala suerte.
-Sí, es verdad; pero no vayas más con ellos.
-Madre..
.
-Me has entendido?
-Si es para darle gusto, no volveré; pero, si estoy yo con ellos, hacen lo que yo quiero y no se pelean.
-Está bien, ya veo que volverás más veces a curarte; pero ten cuidado -concluía apretando los dientes y moviendo ligeramente la
cabeza-;mira que son malos, son malos.
Y Juanito, sin moverse, aguardaba la última palabra de su madre, quien, después de pensarlo un momento, como si temiera impedir algo
bueno, decía:
-Bueno, vete con ellos.
íResultan sorprendentes estos razonamientos en unos labios todavía es! Ya entonces se imaginaba estar en medio de numerosos niños,
que vivían con él, sobre los cuales podía tener ascendiente, que estaban pendientes de sus labios mientras él hablaba
1 La galla debía ser un juego, especie de béisbol primitivo semejante al juego de la «tala» o «mocho». La «tala» es un juego de
muchachos, que consiste en dar con un palo en otro pequeño y puntiagudo por ambos extremos, colocado en el suelo; el golpe lo hace
saltar, y en el aire se le da un segundo golpe que lo despide a mayor distancia. (N. del T.)
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y que se iban haciendo buenos. A él le parecía que ésta era la única felicidad posible en la tierra. Prevenido por la gracia divina, sin
saberlo estaba anhelando su misión futura, teniendo siempre en el corazón el santo temor de Dios, principio de la sabiduría, la cual «se
anticipa a darse a conocer a los que la anhelan. Quien por ella madrugare, no se fatigará, que a su puerta la encontrará sentada... Ella
misma va por todas partes buscando a los que son dignos de ella; se les muestra benévola en los caminos y les sale al encuentro en todos
sus pensamientos. Porque ((50)) su comienzo, el más seguro, es el deseo de instruirse, procurar instruirse es amarla, amarla es guardar sus
leyes, atender a sus leyes es asegurarse la incorruptibilidad y la incorruptibilidad hace estar cerca de Dios; por tanto, el deseo de la
Sabiduría conduce a la realeza» 1.
1 Sabiduría, VI, 13, 14, 16, 17-20.
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((51))
CAPITULO VI
LA MADRE PRUDENTE -LOS HIJOS OBEDIENTES -EL REGRESO DEL MERCADO -RENDICION DE CUENTAS.
SE lee en el libro de los Proverbios:«Incluso con sus juegos da el niño a conocer si sus obras serán puras y rectas. Corrige a tu hijo y te
dejará tranquilo, y hará las delicias de tu alma. El oído que oye y el ojo que ve; ambas cosas las hizo Yahvéh 1». Vigilad, pues, padres,
para su gloria en vuestras familias.
Por eso Margarita vigilaba continuamente la conducta de sus hijos. Pero su vigilancia no causaba, en ningún caso, fastidio, ni suspicacia
ni reproche; era como la quiere el Señor, continua, prudente, bondadosa. Ponía empeño en que la compañía de la madre les resultara
siempre grata, encaminándolos dulcemente a la obediencia y poniendo en práctica la advertencia del Apóstol: «Padres, no exasperéis a
vuestros hijos, sino formadlos más bien mediante la instrucción y la corrección según el Señor 2».
No se mostraba molesta con sus bulliciosos entretenimientos; al contrario, tomaba parte en ellos y les enseñaba otros nuevos. Respondía
con paciencia a sus infantiles y a veces importunas e ((52)) insistentes preguntas; y no sólo los escuchaba con satisfacción cuando
hablaban, sino que les hacía hablar mucho, con lo que venía a conocer los pensamientos que bullían en su tierna mente y los afectos que
comenzaban a inflamar su corazón infantil. Los hijos, ncantados con tanta bondad, no tenían secretos para ella, que sabía encontrar mil
industrias amorosas para cumplir dignamente su noble función.
No era raro en aquellos tiempos encontrar en casa de los campesinos más acomodados la Historia Sagrada y libros de vidas de
1 Prov., XX, 11; XXIX, 17; XX, 12 .
2 Efes., VI, 4.
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santos. Algún buen anciano de Capriglio solía leer sus páginas a la familia reunida los domingos por la tarde, en el establo en invierno o
en la era bajo el emparrado en verano y otoño. Gracias a esto, mamá Margarita recordaba muchos ejemplos sacados de la Sagrada
Escritura y de la vida de los santos, sobre los premios que el Señor otorga a los hijos obedientes y los castigos que inflige a los
desobedientes; y con frecuencia los contaba a sus hijitos, despertando hábilmente su curiosidad y manteniendo viva la atención. De
manera especial sabía describir, con rasgos vivos, la infancia del divino Salvador, siempre obediente a su Santísima Madre, y presentarlo
como modelo de humildad a los niños.
Todos saben lo ávidos de cuentos que son los pequeños y cuánta
impresión producen en sus almas. De este modo, Margarita se adueñaba de la voluntad de sus hijos y más tarde de la de sus nietos; tanto,
que una sola palabra suya era obedecido con prontitud con amor indecible. Si necesita un peuqeño servicio, como recoger leña, ir por
agua, procurar un poco de hierba o paja para los animales, limpiar el suelo, bastaba que lo indicara a uno de ellos para que corriera
también el otro.
Así había logrado de sus hijos dos cosas, que a muchos padres y madres parecerían muy difíciles. ((53)) No quería de ningún modo que
se juntaran, sin su consentimiento, con personas que no conocieran; ni que salieran de casa sin haber pedido antes permiso. A veces se
dirigían a ella diciendo: -Mamá, ha llegado fulano y nos llama: podemos ir a jugar con él?-Si respondía que sí, iban alegres a divertirse y
a correr por la colina. Algunas veces contestaba con un no rotundo, y entonces no se atrevían ni siquiera a asomarse a la puerta, pero se
quedaban igual de contentos en casa y, hablando en voz baja, se divertían con los juegos que ellos mismos se habían fabricado o que su
madre les había comprado en el mercado. A veces, la madre se iba al campo y los dejaba en casa. Si los vecinos les preguntaban por que
no salían en un día de sol tan hermoso o por qué estaban tan quietos y buenecitos, ellos respondían: -Para no disgustar a mamá.
Acostumbrados a obedecer por amor, la madre podía estar tranquila
cuando se veía obligada a acudir al mercado de Castelnuovo, los jueves, para proveer a las necesidadeds de la familia y vender los
productos del campo o del gallinero, o para comprar tela, prendas y otros objetos de uso doméstico. Con todo,,apreciaba en su justo valor
la inocencia de sus hijos y sabía que el menor soplo de mal basta para empañarla. Por eso, antes de salir, además de darles los
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avisos oportunos, no dejaba de recomendar a la abuela que no los perdiera de vista.
Los muchachos, atentos a no hacer nada que pudiera disgustar a su madre, esperaban con ansia su regreso, tanto más que siempre les
prometía traerles como regalo un pan bendito. A los niños de aquella edad y condición les parecía una gran cosa aquel regalito. ((54))
Así que, desde lo alto de la colina se ponían a mirar como vigías y cuando su madre, cansada, sudorosa, cubierta de polvo, aparecía al
fondo del sendero que subía hasta la casa, corrían ellos a su encuentro y, apretujándose a su alrededor, repetían una y otra vez:-íEl pan
bendito, el pan bendito! -La madre se paraba, sonreía y exclamaba: -íCuánta prisa! íQue impaciencia! Esperad un momento; un poco de
calma; dejadme llegar hasta casa y descargar la cesta; dejadme respirar un poco.-Ellos, correteando, la seguían hasta la cocina. Alli se
sentaba y, rodeada de los chicos, sacaba de la cesta el pan bendito. Los niños alargaban las manos: -íA mí, a mí!-Y la madre:-Calladitos,
despacio; os daré el pan bendito, pero antes necesito saber que habeís hecho durante el día. -Ellos aguardaban en silencio para responder a
las preguntas que les dirigía a cda uno. Por ejemplo, interrogaba a uno:-Fuiste a tal casa, como te encargué, para pedir aquella semilla y
aquella herramienta? Qué te dijeron? Y tú ,qué contestaste?-Después al segundo: -Hiciste lo que te encomendé, si venía por casa aquella
buena vecina? Cómo lo cumpliste?-Y a todos: -Os ha pedido la abuela que le hicierais algo que necesitaba? Le habéis obedecido con
prontitud? Ha tenido que reñiros por algo? Ha venido algún chico del vecindario a veros? De qué habeis hablado con él? Qué habéis
hecho todo el día? Habéis reñido entre vosotros? Habéis rezado el Angelus al mediodía?-Cón estas y semejantes preguntas procuraba que
le dieran cuenta exacta de todo lo que habían hecho y, diría casi hasta de lo que habían pensado. En estos diálogos los niños contaban todo
lo sucedido con sus más mínimos detalles. ((55))
La buena madre, siempre cariñosa, siempre serena, escuchaba las respuestas y añadía sus prudentes observaciones, que servían de
norma en adelante. -Muy bien, respondía a uno; muy bien dicho. Un poco más de paciencia, un poco más de amabilidad, decía a otro. Esto
no está bien; para otra vez estáte más atento. No ves que es una mentira y las mentiras disgustan al Señor?-Cuando veía que habían sido
obedientes, concluía: -Así me gusta; tratad bien a la abuela y Dios os lo premiará.-De esta manera, recurriendo a la ley de Dios y a las
buenas costumbres, los iba habituando a discernir lo
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que estaba bien o mal en sus acciones y, en consecuencia, a evitar en
adelante los defectos en que habían incurrido. Después de las observaciones y de los elogios, al fin les daba en premio un trozo de pan
bendito, que ellos se comían en seguida, con avidez y con toda devoción.
Por un estilo semejante les interrogaba al tropezarse con ellos, después de haber estado sin verles, aunque fuera una sola hora, bien por
haberse tenido que ir al campo, bien porque los hijos se hubieran alejado de casa por cualquier motivo; el fruto de tales preguntas era un
aviso o un consejo ya a uno, ya a otro de sus queridos hijos. Esta prudente manera de actuar la continuó hasta que llegaron a ser hombres
hechos y derechos.
Los hijos, educados de este modo, crecían buenos, formales, circunspectos en lo que hacían; y si alguna vez se descuidaban, eran los
primeros en darse cuenta de ello, reconocer su culpa y prestar más
atención en lo sucesivo. Por otra parte, Juan , que rumiaba en el corazón
las palabras de su madre y grababa en la mente sus ejemplos, hacía suyo, para el futuro, sin advertirlo, aquel óptimo sistema de cariño y
sacrificio en la educación. El espíritu de fervor y caridad, ((56)) inspirador de los libros sapienciales, entre las dulcísimas invitaciones
con que trata de atraer a sí la filial atención de las almas, interrumpiendo la serie de sus enseñanzas, dice estas preciosas palabras:
«Dame, hijo mío, tu corazón, y que tus ojos hallen deleite en mis caminos 1». Don Bosco hizo suyo este lema y se lo hemos oído repetir
mil veces, invitándoles al bien.
Hemos visto reproducida en él heroicamente aquella vigilancia continua, aquel amor para estar lo más posible con sus jovencitos,
aquella paciencia para escuchar cuanto se le decía y aquellas preguntas
solícitas y prudentes con las que invitaba a sus amigos a darle cuenta de su conducta, como lo había aprendido de su querida madre.
//1 Prov.,XXIII,26.
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CAPITULO VII
REPRENSIONES -PRUDENTE PACIENCIA DE UNA MADRE -TRIUNFOS DEL AMOR MATERNO.
NO era Margarita una mujer que levantase la voz para reprender a sus hijos, que se irritase al corregirlos o tomase decisiones para
desahogar su enfado. Mostrábase siempre tranquila, siempre afable, siempre sonriente, nunca con ceño sombrío. Los hijos sabían cuánto
les quería y correspondían con un amor que parecía alcanzar el máximo límite posible. No obstante, la buena madre no dejaba de avisar y
reprender oportuna y constantemente. «Quien escatima vara, odia a su hijo, quien le tiene amor, le castiga. La necedad está enraizada en el
corazón del joven, la vara de la instrucción la alejará de allí. Niño dejado a sí mismo, averg