Jn 15, 5a
Roma, 16 de agosto de 2010
Aniversario del nacimiento de Don Bosco
Muy queridos hermanos:
Os escribo en el día del aniversario del nacimiento de nuestro amado Don Bosco. Su recuerdo me lleva hasta vosotros en cualquier parte del mundo donde os encontréis. Esta carta quiere llegar a cada uno.
En esta ocasión no os hablo de los acontecimientos de los últimos meses. No obstante, deseo recordar el más importante de ellos, que ha sido, sin duda, el Encuentro con los Obispos salesianos, que tuvo lugar en Turín del 21 al 25 de mayo. Ha sido una oportunidad y un don muy apreciado por todos los participantes, que han gozado de las diversas celebraciones: la Eucaristía en la Catedral de Turín, con ocasión de la Ostensión de la Sábana Santa; la solemnidad de Pentecostés en el Colle Don Bosco; la solemnidad de María Auxiliadora en Valdocco. Todos los momentos fueron vividos como una profunda experiencia de salesianidad, caracterizada por la convivencia cordial con el Sucesor de Don Bosco, por el espíritu de familia, por la gozosa y convencida participación en los diversos acontecimientos, por el redescubrimiento del carisma salesiano como modo específico para realizar el ministerio episcopal. Por lo demás, estoy seguro de que habéis podido seguir estos y otros acontecimientos de la Congregación a través de nuestra página web.
El horror de la pedofilia
Después de mi última carta sobre la Pastoral Juvenil Salesiana, que considero de gran compromiso, precisamente porque trata del «corazón de nuestra misión»,1 me propongo ahora compartir con vosotros, en un tono familiar, como un padre con sus hijos, un tema que últimamente ha sido el centro de atención de los medios de comunicación y que ha provocado un grandísimo y gravísimo escándalo. Me refiero a la oleada de ataques sin precedentes contra la Iglesia, el sacerdocio y la vida consagrada, tras la publicación de noticias sobre los terribles y horrorosos casos de abusos sexuales perpetrados contra menores y sobre la forma muchas veces inadecuada de su gestión. Son escándalos cuya gravedad reconocemos y a los cuales es necesario poner remedio con prontitud y eficacia. «La Iglesia Católica —se ha escrito—, se encuentra ante una de las crisis más profundas de su historia».2
Iniciada en los años ochenta en Canadá, la publicación de esos hechos continuó en Estados Unidos durante los años noventa, para llegar recientemente a Australia, Austria, Bélgica, Francia, Alemania, Inglaterra, Irlanda, Italia, Holanda y Suiza.3 Los casos documentados hasta ahora desvelan un fenómeno que tuvo su culminación entre 1950-1970, pero que ha descubierto episodios acaecidos también muchos años antes; es posible que salgan a la luz incluso otros hechos más recientes. Un verdadero maremoto de noticias —que, lamentablemente, no disminuirá con facilidad», se ha abatido contra la Iglesia y, quizá también, contra nuestra Congregación. Es equivocado imaginar o, peor aún, reducir estas reacciones sólo a un complot organizado. La crisis ha puesto de manifiesto que éste es probablemente el único caso ante el que la sociedad actual, especialmente la más laica y secularizada, que con frecuencia es tolerante e incluso neutral ante los valores morales y religiosos, no está dispuesta a transigir ni a olvidar, y mucho menos ante la Iglesia Católica.4
Para nosotros, Salesianos, esta crisis es dolorosa y envilecedora de manera especial. Es dolorosa porque, como miembros de la Iglesia, no podemos dejar de compartir con el Papa la profunda turbación, «la vergüenza y el remordimiento»,5 o con las víctimas el espanto y el sentido de traición que han experimentado con estos «actos pecaminosos y criminales».6 Es también envilecedora porque, comprometidos como estamos en volver a los jóvenes con el corazón de Don Bosco para llevarles el Evangelio de Jesús, estas gravísimas culpas y las reacciones no siempre adecuadas de la autoridad, representan un verdadero ‘eclipse de la evangelización’: «Han oscurecido, ha escrito el Papa, la luz del Evangelio hasta un grado al que no habían llegado ni siquiera siglos de persecución».7 En fin, para nosotros, Salesianos, esta crisis es particularmente dolorosa y envilecedora porque en ella se han visto involucrados algunos menores, que son la razón de nuestro ser de consagrados, y como culpables algunos Salesianos, hermanos por vocación y compañeros de misión.
Estoy profundamente convencido de que podemos, y debemos, convertir esta crisis en una ocasión de radical purificación, personal y comunitaria, y de renovado empeño de santidad apostólica. Con esta carta quisiera ofreceros precisamente las motivaciones e indicaros el camino para «vivir cristianamente la prueba».8
Algunos datos
Aunque es verdad, y no hay que olvidarlo, que «el problema del abuso de los menores no es específico […] de la Iglesia»,9 es absolutamente necesario reconocer el hecho de que en ella «un solo caso de pedofilia es ya demasiado […]. Tal comportamiento es doblemente condenable cuando quien lo ha puesto por obra ha sido un hombre de Iglesia, un sacerdote, una persona consagrada».10 Dicho esto,se debe reconocer —y no hay que callar este dato, como, por el contrario, hacen los medios de comunicación de masas— que la Iglesia Católica no es el lugar por excelencia de los pedófilos:11 «los casos de pedofilia entre el clero son iguales o incluso inferiores a los que se verifican en otras categorías de personas».12
Los datos, impresionantes por la grandeza del fenómeno del abuso de menores, están a disposición de todos. A este respecto, se puede ver una relación de la OMS con una estimación de los casos de abuso de niños y niñas, en diversas formas, relativos al año 2002.13 Más de un millón y medio de niños han sido obligados cada año a entrar en los circuitos internacionales del abuso sexual, aumentando una población ya numerosa de diez millones de menores que viven sujetos a redes de prostitución, trata y turismo sexuales, y pornografía. Según la UNICEF, el comercio sexual es una industria que, moviendo un circuito de negocios estimado en doce mil millones de dólares anuales, se configura como la tercera actividad ilegal, después del tráfico de drogas y de armas.14
Bajo esta verdadera «industria del sexo», existe asimismo una activa «cultura del sexo», que con frecuencia es defendida, promovida e incluso justificada. En una Relación presentada a la Asamblea General de la ONU el 21 de julio de 2009, se hablaba del crecimiento vertiginoso de páginas web on-line de naturaleza pedófila y pornográfica.15 Por tanto, no hay que maravillarse si «según algunas estadísticas recientes, una chica de cada tres y un chico de cada siete, padecen violencias sexuales antes de llegar a la mayoría de edad».16 Además, hay que recordar que «la mayoría de los abusos (84-90%) tiene lugar en la familia, y en el 27% por un familiar cercano».17
En general, se puede decir que entre los casos de abusos sexuales denunciados, un 30% se refiere a casos de pedofilia;18 otro 30% a casos de efebofilia y, para el restante 40%, se trata de víctimas mayores de edad. «Sólo en 2008, en EE.UU. han sido identificados más de 62.000 actores de abusos de menores, mientras el grupo de sacerdotes católicos es tan pequeño que ni siquiera son tomados en consideración como tales».19 Más en concreto, en lo que se refiere a los abusos llevados a cabo por sacerdotes católicos, de las cerca de 3.000 denuncias presentadas a la Congregación de la Doctrina de la Fe en el período 2001-2010, sólo 300 casos, el 10%, se referían a actos de verdadera y propia pedofilia; para el 60% se trataba de actos de efebofilia y para otro 30% de relaciones heterosexuales.20 Entonces, ¿por qué se habla «casi exclusivamente de casos sucedidos dentro de la Iglesia Católica, si constituyen poco más del 3% de la totalidad de los casos denunciados?».21
Aunque las estadísticas referidas a la Iglesia Católica no sean tan negativas, no es justo defenderse refugiándose en ellas y ni siquiera recurrir al complot. No hay justificación para una defensa a ultranza: la pedofilia es siempre «pecado grave y crimen odioso»,22 cuando, además, es cometido por sacerdotes o religiosos, y es un escándalo sin comparación. «De hecho, no podemos sorprendernos si la reacción ante los abusos cometidos por eclesiásticos ha sido tan fuerte […].
La rabia y la amargura tienen una relación significativa con la conciencia de la alta calidad moral del clero, además de con la fiabilidad mayor ofrecida por nosotros y esperada por los demás, particularmente en relación con los menores confiados a nuestros cuidados y a nuestra responsabilidad educativa. Las expectativas más altas alimentadas por nuestro ministerio hacen inmensamente más intolerable y condenable una traición tan grave y devastadora».23
No nos es lícito fingir que no nos haya pasado nada o que se trate de cuestiones que no nos afectan. También nuestra Congregación ha quedado involucrada en diversos países, provocando desánimo, indignación, rabia, pérdida de credibilidad ante una historia, a veces más que centenaria, de un servicio generoso y calificado en el campo de la educación y de la evangelización de los jóvenes.
Me siento en plena sintonía con el Papa Benedicto, y le estoy muy agradecido24 por haber afirmado que, aunque en medio de esta tormenta estemos viviendo bajo los ataques del mundo que nos hablan de nuestros pecados, las vicisitudes de la pedofilia y de los sufrimientos unidos a ella «provienen precisamente del interior de la Iglesia, del pecado que existe en la Iglesia»25 misma. «A los cristianos nunca les han faltado las pruebas, que en algunos períodos y lugares adquirieron el carácter de verdaderas y propias persecuciones. Pero estas pruebas, a pesar de los sufrimientos que producen, no constituyen el período más grave de la Iglesia. Efectivamente, el daño mayor lo sufre la Iglesia de lo que contamina la fe y la vida cristiana de sus miembros y de sus comunidades, atacando la integridad del Cuerpo místico, debilitando su capacidad de testimonio, empañando la belleza de su rostro».26
De hecho, «la persecución más grande de la Iglesia no proviene de enemigos exteriores, sino que nace del pecado en la Iglesia […]; por tanto, la Iglesia tiene profunda necesidad de reaprender la penitencia, de aceptar la purificación, de aprender por una parte el perdón, pero también la necesidad de la justicia. El perdón no sustituye a la justicia».27 Por tanto, «el verdadero enemigo que hay que temer y combatir es el pecado, el mal espiritual, que a veces, lamentablemente, contagia también a los miembros de la Iglesia […]. Nosotros, los cristianos, no tenemos miedo al mundo, aunque debemos guardarnos de sus seducciones. En cambio, debemos temer al pecado y, por esto, estar fuertemente enraizados en Dios, solidarios en el bien, en el amor, en el servicio […]. Prosigamos juntos con confianza este camino, y que las pruebas, que permite el Señor, nos empujen a una mayor radicalidad y coherencia».28
A la luz del Evangelio
Precisamente por esto, debemos comprender la crisis actual a la luz del Evangelio. Pero, antes de hacer con vosotros una lectura evangélica de lo que está sucediendo, para encontrar en ella criterios de verificación y luz de futuro quisiera aludir, aunque sea brevemente, al contexto cultural y social en que nos encontramos y a partir del cual escuchamos lo que Dios dice a su Iglesia. Efectivamente, la Palabra de Dios ilumina las situaciones que estamos viviendo.
Nuestras sociedades, en su mayoría posmodernas, aceptan e incluso justifican la destrucción de embriones, no considerados seres humanos; comercian con óvulos y espermatozoides; consideran la masculinidad y la feminidad como simples «géneros» culturales; quieren hacer de la muerte asistida una opción noble; hacen ostentación pública de una concepción de la sexualidad caracterizada por una invasión real obsesiva; difunden la pornografía como una forma legítima de diversión. Además, también existen «las posiciones extremas de quien en el mundo occidental querría conceder de hecho dignidad política a la práctica de la pedofilia».29 «Por una especie de perversión de la verdad, nos encontramos ante una confusión ética de tales proporciones, que la realidad se pierde en el subjetivismo. Así precisamente vemos que la condena del comportamiento inmoral de los religiosos proviene del mismo ambiente cultural dispuesto a aceptar cualquier arbitrio del individuo singular. Las razones son de tipo ideológico, pero también de tipo económico, como demuestran los estudios legales americanos que han ganado miles de millones de dólares gracias al uso despreocupado de la acusación de pedofilia».30
En este ambiente ha de hacerse inteligible que debemos tener la capacidad de intus legere la voluntad de Dios sobre nosotros. En los Evangelios encuentro pasajes que son verdaderamente pertinentes, como el de la elección de los discípulos. Este fragmento pone de manifiesto, por una parte, el amor de predilección de Jesús hacia aquellos que llama a estar con Él y a compartir su misión y, por otra parte, la incapacidad de los discípulos de vivir a la altura de la vocación, a causa del cansancio en el seguimiento de Jesús y de las desilusiones que Él provoca en ellos. En realidad, uno le traiciona, otro le niega, todos le abandonan (cf. Mc 14,43-46.52.66-71). Pero es interesante notar el hecho de que, después de la Resurrección y Pentecostés, la Iglesia no nace de la traición de uno o del abandono de todos, sino de la fe personal, del testimonio valiente, del ministerio a tiempo pleno, del martirio de los once.
Hoy como ayer, en la Iglesia y en la Congregación Jesús continúa llamando y escogiendo a hombres «corrientes», muchas veces frágiles y miedosos; hoy como ayer, no todos han sido fieles; y los medios de comunicación de masas pregonan y agigantan estos casos aislados. Son muchísimos, la gran mayoría, los sacerdotes y los religiosos que han vivido y viven todavía su fidelidad con alegría y con entrega total y gratuita y buscan sin descanso la santidad. ¡Lástima que estas historias —todas de buena gente— hayan sido omitidas por todos o casi todos en estos días de crisis! Son muchas historias de santidad cotidiana.
Pero preferiría detenerme un poco en un texto de Juan (15,1-8), que forma parte de los discursos de despedida de Jesús (Jn 15,1-16,3).31 En ellos Jesús mismo define la existencia cristiana como permanecer en Él (Jn 15,1-11), o sea, ser amados por Él (Jn 15,12-17) y odiados por el mundo (Jn 15,18-16,3). A la alegoría de la vid (Jn 15,1-4. 5-8), Jesús añade la petición de permanecer en Su amor (Jn 15,4.5.7.9.10) y producir fruto (Jn 15,2.4.5.8.16). Los que permanecen firmes en Él serán amados por Él. Él cortará, separará y destruirá al que, infecundo, le sea infiel. El discípulo no es infiel cuando y porque realiza el mal, sino cuando no produce fruto: la infecundidad desvela la infidelidad. En cambio, quien permanece en Él, produce fruto y es amado por Él como Él es amado por el Padre (Jn 15,9).
Resulta un poco insólita la identificación de Jesús con la vid (Jn 15,1.5). Parte integrante del paisaje agrícola en Israel (Num 13,23; 1Re 5,5), la vid era una metáfora del pueblo de Dios. Jesús afirma todavía más: Él es la vid, la única y la verdadera; su Padre es el viñador (Jn 1515,1); sus discípulos son los sarmientos (Jn 15,2.5). Él es la vid verdadera, porque no ha defraudado a su Padre, propietario y cuidador, que trabaja para asegurar fecundidad. Como buen viñador, el Padre echa fuera al que no produce fruto y poda los sarmientos fecundos, para que produzcan más y mejor. Quien vive en Cristo se convierte en el campo de trabajo del Padre, viñador laborioso.
Podados por Cristo, los discípulos, como sarmientos, quedan limpios: la palabra de Jesús los ha separado del mundo y los ha centrado en Dios (Jn 15,2). Por tanto, la poda divina se ha realizado mediante la palabra de Jesús, que los ha separado, purificado y fecundado. Fértiles y limpios, deben permanecer en Jesús (Jn 15,4.5). A la afirmación central «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos» (Jn 15,5), Jesús añade un dato nuevo: quien no permanece en Él, no sirve para nada; todo lo que emprende, es ineficaz; quien no se conserva fijo en Él, se seca y se hace inútil; está arruinado, sólo es bueno para ser quemado (Jn 15,6). Jesús alude a la experiencia de los discípulos: cuando se han alejado de Él, Le han perdido y se han perdido. Precisamente por esto conserva fuerza la promesa que sigue: permanecer en Él y escuchar Sus palabras conseguirá que sus deseos se realicen y que les sea concedido lo que piden (Jn 15,7). Quien guarda las palabras de Jesús será escuchado por su Padre; escuchar lo que nos dice Jesús hace que Dios se ponga a escucharnos.
Os invito a releer los hechos escandalosos de los abusos de menores a la luz de esta comparación con la que Jesús expresa su relación con los discípulos.32 A través de lo acaecido, Jesús va dirigiéndose también a nosotros, sus discípulos. Nos dice que no basta escuchar, sino que es necesario permanecer en Él: sólo así podrá Él permanecer en nosotros; sólo así podremos «hacer algo» (cf. Jn 15,5). este algo no es otra cosa que el mandamiento del amor: «Éste es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como Yo os he amado» (Jn 15,5). Ésta es la carta de identidad de los discípulos: «En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos a los otros» (Jn 13,34-35).
Si la misión de Jesús consiste en revelar a Dios y su amor, la única forma de hacerla visible y creíble es el amor por los suyos hasta el final: «Nadie tiene amor más grande que éste: dar la vida por sus amigos» (Jn 15,13). Ésta y no otra es la misión salesiana, como se lee en el artículo segundo de las Constituciones: «ser en la Iglesia signos y portadores del amor de Dios a los jóvenes, especialmente a los más pobres». Éste es nuestro modo salesiano de convertirnos en discípulos de Cristo, injertados en Él, cuidados por el Padre. Por tanto, nada es más contrario a la misión salesiana que hacer lo opuesto, es decir, «ser signos de nuestro egoísmo en relación con los jóvenes, especialmente con los pequeños y los más pobres».33 Si la gloria del Padre es fruto de la comunión con Jesús y del amor recíproco, la ignominia es justamente el egoísmo manifestado en el maltrato, abuso, violencia sobre menores.
El hecho de que el mundo no aprecie la vida consagrada es la consecuencia lógica del odio que ha tenido en relación con Jesús, hasta decidir su muerte. El motivo de este rechazo es la pretensión de Jesús de venir de Dios y de revelar a Dios a un mundo que tiene sus propias ideas sobre Cristo y sobre el tipo de relación con Dios. Si los discípulos acaban haciendo suyas las convicciones del mundo, entonces el mundo los acogerá, los reconocerá como suyos, y no los odiará. Jesús, en cambio, ha unido a sus discípulos a Él y, en consecuencia, ha atraído también sobre ellos el odio del mundo. Los discípulos no deberían extrañarse mucho. La suerte del siervo no puede ser mejor que la de su señor.
Nos sirve de consuelo el hecho de no estar solos: el Padre trabaja en nosotros, purificándonos con Su mano «podadora» y siendo glorificado por nuestra probada fidelidad a Su Hijo. Contamos también con el Espíritu Santo, nuestro consolador, abogado y maestro (Jn 14,15; 16,7). Su inhabitación nos santifica porque nos mantiene unidos a Cristo, como sarmientos a la vid; nos robustece en la lucha contra el mal, contra las provocaciones que provienen de nuestro interior y contra las seducciones que provienen del exterior, nos guía en la escucha y en la obediencia al Padre para hacer su voluntad.
«Hermanos, ¿qué debemos hacer?» (Hch 2,37)
En Jerusalén, el día de Pentecostés, «judíos de toda nación que está bajo el cielo» (Hch 2,5) pudieron oír por primera vez el Evangelio por boca de Pedro, precisamente el discípulo que poco tiempo antes había negado hasta tres veces a su Señor (Mc 14,68.70.71; Jn 18,17.25.27). ¡Un discípulo que había renegado de Jesús, fue el primer evangelizador, y con qué eficacia! Al final de su discurso, los oyentes le preguntaron: «¿Qué tenemos que hacer nosotros?» (Hch 2,37).
Como un día sucedió a Pedro, errores incluso grandes no pueden liberarnos del mandato de predicar el Evangelio (Hch 1,8). Pero evangeliza el que, como Pedro, se arrepiente antes amargamente (Mc 14,71; Mt 26,75) y, después del examen de amor (Jn 21,15-17), reemprende el compromiso de la misión (Jn 21,19). Los pecados personales no son motivo suficiente para abandonar la evangelización, con tal de que ésta vaya precedida de una verdadera conversión y de una vuelta al seguimiento de Jesús. ¿Qué hacer, por tanto, queridos hermanos?
1. Admisión transparente de las responsabilidades
Como primer paso hacia una imperiosa conversión, debemos afrontar todo lo que ha sucedido, con coraje y compasión, y sentirnos heridos por cada caso particular de violencia contra menores.
Debemos aprender de Benedicto XVI «a no tener miedo de la verdad, aunque sea dolorosa y odiosa, a no callarla o taparla»34 y «a hacerse cargo del dolor por las infidelidades, a veces incluso graves» de algunos hermanos. Por tanto, «para recuperarse de esta dolorosa herida», debemos, en primer lugar, «reconocer ante el Señor, y ante los demás, los graves pecados cometidos contra muchachos indefensos».35 «De este dolor brota una toma de conciencia providencial: es necesario vivir ‘una etapa de renacimiento y de renovación espiritual’ […] y encontrar nuevos caminos para transmitir a los jóvenes la belleza y la riqueza de la amistad con Jesucristo en la comunión de su Iglesia».36
2. Primado de las víctimas
Esta mirada valiente y compasiva debe servir, y es su prueba, para reafirmar el primado absoluto de las víctimas, cuya confianza ha sido traicionada y cuya dignidad personal ha sido violada. Nada puede borrar el mal que se les ha infligido y es comprensible que encuentren dificultades, a veces insuperables, para perdonar a los agresores y para reconciliarse con la Iglesia o con la Congregación. Por tanto, no cabe duda alguna, y menos excusas, en el reconocimiento de que los abusos «hieren en un nivel personal profundo». Nos encontramos ante personas que hay que tutelar, «que piden principalmente ser comprendidas y acompañadas, con respeto y delicadeza, a lo largo de un itinerario paciente de recuperación y de reconciliación ante todo consigo mismas y con su historia».37 Además de darles a conocer «nuestro dolor, nuestro profundo pesar y la cordial cercanía»,38 las víctimas necesitan justicia y solidaridad. Aquí radica el reto.
Las directivas claras y urgentes, impartidas hace tiempo por la Santa Sede y recientemente revisadas y actualizadas,39 deberán guiar el esfuerzo de total transparencia en la individualización y en el contraste de comportamientos y responsabilidades y en la firme determinación de llegar a la verdad hasta las necesarias disposiciones, una vez certificados los hechos. Ya en 2006 el papa Benedicto XVI había pedido a los obispos de Irlanda que «establecieran la verdad de lo que había sucedido en el pasado, que tomaran todas las medidas idóneas para evitar que se repitiera en el futuro, que aseguraran que los principios de justicia fueran plenamente respetados y, sobre todo, que cuidaran de las víctimas y de todos los que han sido afectados por estos enormes crímenes».40
Sabiendo que la responsabilidad de los casos es de competencia de cada Inspectoría, debemos recordar que, en el ámbito de nuestra Congregación, desde 2002 (19 de julio) habían sido transmitidas a los Inspectores por el Rector Mayor con su Consejo orientaciones respecto al problema de los abusos de menores.41 Posteriormente, en 2004, el Vicario del Rector Mayor, en nombre del mismo Rector Mayor con su Consejo, en carta del 24 de mayo dirigida a los Inspectores, indicó disposiciones concretas sobre la gestión de estos problemas, señalando el procedimiento que seguir y las normas que adoptar, sobre la base del protocolo transmitido a los Ordinarios diocesanos y religiosos por la Congregación de la Doctrina de la Fe.
Acompañamiento de los transgresores
No podemos olvidar a los transgresores: nos pertenecen, como miembros de nuestra Iglesia y como compañeros nuestros por vocación y misión. Han traicionado «la confianza que depositaron en ellos muchachos inocentes y sus padres», «han violado la santidad del sacramento del Orden sagrado, en el que Cristo se hace presente » y no han mantenido fidelidad a su alianza personal con Dios en la consagración religiosa. «Junto al incalculable daño causado a las víctimas, se ha causado un gran daño a la Iglesia y a la percepción pública del sacerdocio y de la vida religiosa».42 Pero no han de ser dejados solos; como Jesús, y justamente con Él, venido para llamar no a los justos sino a los pecadores (Mc 2,17), los tomamos a nuestro cargo y aceptamos la responsabilidad ante Dios y ante los hombres de ser «custodios de estos hermanos nuestros» (cf. Gn 4,9).
Ejercemos esta custodia ayudándoles y pidiéndoles que reconozcan sus pecados y que «respondan de ello ante Dios omnipotente, como también ante los tribunales debidamente constituidos», puesto que «la justicia de Dios exige que rindamos cuentas de nuestras acciones sin esconder nada».43 Los acompañamos para que asuman la responsabilidad de los crímenes cometidos y para que expresen su arrepentimiento; estamos cercanos a ellos también con la oración y con nuestra simpatía, durante todo su recorrido de corrección y de comportamiento, hasta que reconozcan abiertamente sus culpas y se sometan a las exigencias de la justicia, sin desesperar jamás de la misericordia de Dios ni de nuestra fraternidad. En los casos en que se hiciese necesario un procedimiento penal, animaremos a las víctimas a presentar instancia y al acusado a ofrecer su total colaboración.44
El abuso de menores es crimen, enfermedad y pecado. «Una persona que abusa de menores necesita simultáneamente la justicia, la cura y la gracia. Las tres cosas son necesarias, y sin confusiones o mistificaciones entre ellas. La pena infligida por el delito no cura automáticamente ni concede el perdón, como, a la inversa, el perdón del pecado no cura automáticamente la enfermedad ni sustituye a la justicia, y, de igual manera, la cura no sustituye a la pena, y mucho menos puede perdonar el pecado».45
4. Prevención de los abusos
No basta con reparar las injusticias del pasado y con afrontar las propias responsabilidades legales del abuso de los menores. La actual crisis, «causada por las faltas que nosotros mismos hemos cometido en cuanto Iglesia», y también en cuanto Congregación, «es una posibilidad que nos viene ofrecida para acercarnos a Dios», «para descubrir a Jesús todavía más cercano de cuanto hubiéramos imaginado».46 Esto nos impulsa justamente a una conversión más humilde y radical a Dios y a los hermanos y a una presencia evangelizadora más valiente, y lleva consigo una verdadera «etapa de renacimiento y de renovación espiritual».47 Pero, ¿cómo hacer, hermanos?». Permitid que os lo diga con total franqueza, aunque sea brevemente.
Dice el Santo Padre: «No se puede negar» que algunos de nosotros, especialmente llamados al servicio de la autoridad, hemos «faltado a veces gravemente en la aplicación de las normas del Derecho Canónico codificadas desde hace tiempo sobre los crímenes de abusos de chicos» y que «se han cometido serios errores al tratar de las acusaciones». Aún concediendo que, dada la complejidad de los hechos y la implicación afectiva de los involucrados, sea difícil «obtener informaciones fiables y tomar decisiones justas […], se debe admitir que se cometieron graves errores de juicio y que hubo deficiencias de gobierno».48 En nombre de la Congregación, de todos los Salesianos y en el mío personal, como el Papa Benedicto XVI y con él, «también nosotros pedimos insistentemente perdón a Dios y a las personas afectadas, mientras queremos prometer que haremos todo lo posible para que este abuso no pueda tener lugar nunca jamás».49
En consecuencia, me comprometo, y comprometo a la Congregación entera, además de a manifestar «dolor por el daño realizado a las víctimas y a sus familias», a impulsar y «coordinar un esfuerzo concertado para asegurar la protección de los muchachos en relación con crímenes semejantes en el futuro»,50 en todas nuestras obras y en los servicios que prestamos. Hemos nacido para «ser en la Iglesia signos y portadores del amor a los jóvenes, especialmente a los más pobres» (Const. 2) y estamos destinados de modo especial a guiarles y servirles. Para que los jóvenes se sientan a gusto entre nosotros, acompañados y tutelados, para que nuestras instituciones sean su casa y no encuentren en ella nada ni nadie que temer, nos empeñamos en recuperar y hacer florecer la «cultura de la castidad», que caracterizó profundamente el pensamiento y la obra de Don Bosco.
Conociendo como él que esta gran virtud, «a la que hacen corona todas las demás […], es muy asediada por el enemigo de nuestras almas, porque sabe que, si logra arrebatárnosla, podemos decir que el negocio de nuestra santificación está arruinado»,51 tomo también a pecho repensar y reforzar las medidas de prevención vigentes en la Congregación. En sintonía con los procedimientos revalidados por la Santa Sede, pido a las Inspectorías que elaboren y pongan en práctica un protocolo de protección de los menores, que lo hagan conocer y aplicar por los Salesianos y por todos los colaboradores laicos implicados en nuestras obras.
Coincido también en que «todas las instituciones que están destinadas a niños y jóvenes atraen a personas que buscan un contacto ilícito con los menores»; y «esto vale para las asociaciones deportivas, para las estructuras de asistencia a los jóvenes y, naturalmente, también para las Iglesias».52 Por esto, siento como un indeclinable deber mío seguir más de cerca, a través del Consejero de Formación, el largo camino de discernimiento de las vocaciones a la vida salesiana, comprobar —sirviéndose incluso de las mejores conquistas de las ciencias humanas—, si los procedimientos para determinar la idoneidad de los candidatos son adecuados o no, y asegurar su oportuna y correcta actuación para prevenir situaciones no compatibles con la elección de Dios y con la entrega al prójimo. Sé muy bien que la escasez actual de vocaciones podría llevar tal vez a la «tentación de aceptar con facilidad a personas afectadas por problemas que con el tiempo se han revelado devastadores […]. Lamentablemente, los dolorosos hechos de estos años llevan a reconocer que el examen y la propuesta formativa no siempre han estado a la altura de estos requerimientos.53
Mi preocupación no acaba con la seguridad de la idoneidad de los candidatos a la vida consagrada y al sacerdocio. Entre los elementos que dieron origen a la presente crisis, Benedicto XVI ha señalado una «insuficiente formación humana, moral, intelectual y espiritual».54 Además de comprobar la autenticidad de las vocaciones, deberíamos comprometernos más en el acompañamiento de los Salesianos consagrados, sacerdotes y coadjutores, «con el fin de que el Señor los proteja y los guarde en situaciones penosas y en los peligros de la vida».55 Para una eficaz prevención, me comprometo, finalmente, a repensar y reformular una formación integral y madura de los hermanos y del personal en nuestras instituciones educativas y pastorales, incluso desde el punto de vista de la sexualidad; siempre ha sido un reto no fácil, máximamente en un contexto cultural y social marcado por un pansexualismo omnipresente y por una secularización militante. «En el fondo se trata de redescubrir y reafirmar el sentido e importancia del significado de la sexualidad, de la castidad y de las relaciones afectivas en el mundo de hoy, en formas muy concretas y no sólo verbales o abstractas. ¡Qué gran fuente de desorden y de sufrimiento pueden resultar de su violación o infravaloración!».56
Escribiendo una Carta Circular desde Roma, como lo hago también yo, «sobre el modo de promover y conservar la moralidad entre los jovencitos que la Divina Providencia tiene la bondad de confiarnos», el 5 de febrero de 1874, Don Bosco decía a sus hijos de la casa de Turín: «Si queremos promover las buenas costumbres en nuestras casas, debemos ser maestros de ello con nuestro buen ejemplo. Proponer a otros una cosa buena, mientras nosotros hacemos lo contrario, es como aquel que en la oscuridad de la noche quisiera iluminar con una vela apagada […]. Las buenas costumbres no se promueven de este modo, sino que se da ocasión para hacer el mal, se da escándalo». Y continuaba con una observación actualísima y severa: «La voz pública lamenta a menudo hechos inmorales sucedidos con ruina de las costumbres y escándalos horribles. Es un gran mal, es un desastre; yo pido a Dios que disponga las cosas de tal modo que se cierren todas nuestras casas antes de que sucedan en ellas desgracias como éstas».57
Queridos míos, fijaos cómo, recurriendo a Don Bosco, a su palabra y a su acción, podemos encontrar luz y ánimos para afrontar los retos actuales. Queda muy claro lo que quiere decirnos nuestro amado Padre: para conservarse castos, nuestros jóvenes tienen necesidad de nuestra castidad, vivida en la alegría de la entrega a ellos; sin nosotros, llamados por vocación a ser educadores y maestros y a vivir, por ello, lo que proponemos a los jóvenes, no sabrán cómo autorrealizarse ni tendrán valor para comprometerse a vivir castos. Y más todavía, y ésta es una cosa que no deberíamos olvidar nunca: Don Bosco habría preferido no tener obras para los jóvenes si esto hubiera sido el precio para salvar de los abusos a un solo joven. Amaba más la santidad de sus jóvenes que la existencia de su obra. ¿Cómo no amar a este Padre y Maestro?
Según el ejemplo de don Rua
En este punto no puedo dejar de recordaros los conocidos y dolorosos «escándalos de Varazze» y el modo ejemplar con que don Rua los afrontó. Se trataba de una acusación falsa de pedofilia, acaecida en julio de 1907, «una verdadera y propia empresa diabólica, destinada a demolir la Congregación Salesiana». De hecho, la noticia recorrió como la pólvora toda Italia, con títulos muy graves en los periódicos, y con tales reacciones que las obras salesianas de Sampierdarena, Alassio, Savona, Faenza, Florencia y otros lugares fueron tomadas como punto de mira por grupos de exaltados. Sólo en junio de 1908 el tribunal de Savona reconoció la total inconsistencia de las acusaciones presentadas contra los Salesianos y pasaron otros dos años, hasta el 2 de agosto de 1910, para que el mismo tribunal juzgase fundada su querella por calumnia y difamación pública.
En un primer momento, don Rua se sintió deprimido y dolido, lloró y rezó viendo cómo era atacada la Congregación. Una vez repuesto, reaccionó con energía ante el Ministerio del Interior de Italia. Pero, sobre todo, donde expresó su sentimiento más profundo, es en las Actas de las reuniones del Consejo Superior. El 5 de agosto don Rua, después de haber recordado «el punto crítico en que nos encontramos, tal vez el más crítico que haya atravesado la Congregación, haciendo abstracción de la malignidad de los hombres», añadió que «se quiere descubrir en todo esto una advertencia del Cielo, por el Venerable Don Bosco, y querría aprovechar para purificar cada vez mejor nuestras casas, eliminando a los indignos y alejando la ofensa de Dios, último fin de la obra de Don Bosco. El Señor don Rua propone ante todo que, en la aceptación al noviciado, a la profesión y a las Sagradas Órdenes, se proceda muy despacio y con todas las cautelas».58
Para conocer mejor al personal de las casas, era necesario poner en marcha una inspección general. Según las Actas fueron tomadas cuatro decisiones, que producen estupor por haber sido tan valientes como actuales:
- Alejar de la compañía de los jóvenes a aquellos (sean sacerdotes, clérigos o coadjutores – profesos, novicios o fámulos) que se hayan manchado por moralidad o malos tratos.
- Dar otra ocupación a aquellos Directores que no son aptos para desempeñar el cargo, sobre todo para la dirección de los hermanos y la vigilancia de los jóvenes.
- Reducir el número de Inspectores para poder así tener mayor abundancia de buenos Directores y confesores, de los que se siente gran necesidad.
- Anunciar dentro del año 1907-1908, casi contemporáneamente, una visita general a todas las casas de la Congregación a fin de controlar el verdadero estado moral, disciplinar, económico de toda la Congregación […].
El Señor don Rua añade que cuando existan acusaciones de inmoralidad es necesario que los Superiores locales atiendan muy a fondo sobre la gravedad de la falta y que lo notifiquen rápida y adecuadamente, para que se puedan tomar las decisiones que se estimen oportunas, entre las cuales cita la de hacer deponer el hábito talar cuando el culpable sea un clérigo todavía no ordenado in sacris ».59
En el año en que celebramos el centenario de su muerte, don Rua nos anima y nos inspira en la ardua tarea que tenemos delante. Después de aquellas resoluciones, dedicó algunas reuniones en el Consejo Superior a encontrar los caminos para poner en práctica las decisiones tomadas y otras para reunirse con todos los Inspectores.
Don Rua nos sirve de ejemplo, patrono e intercesor.
CONCLUSIÓN
Queridísimos hermanos, os he escrito con el corazón en la mano y con la mano en el corazón, dejándome iluminar por el fragmento del Evangelio de Juan, en el que Jesús nos habla como amigos, no nos llama siervos, nos desvela los secretos del Reino y nos invita a permanecer en Él, como el sarmiento en la vid, para tener vida y ser fecundos.
Deseo que esta carta y las orientaciones propuestas nos ayuden a todos nosotros, nos ayuden a volver a Don Bosco y a la alegría de vivir como testigos de una auténtica cultura de la castidad y nos inspiren acciones concretas y líneas programáticas de futuro.
A todos vosotros mi afecto y mi bendición.
Pascual Chávez Villanueva, SDB
Rector Mayor