“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”
(Mc 8,28)
Contemplar a Cristo con la mirada
de Don Bosco
Roma, 25 de diciembre
de 2003
Solemnidad de
la Natividad del Señor
Queridísimos hermanos:
Celebramos la Navidad del Señor, memoria del acontecimiento
de la Encarnación, que en el Hijo ha hecho visible la realidad misma de Dios
y ha puesto de manifiesto la participación de la naturaleza humana. Es hermoso
–más aún, bueno, porque precisamente ésta es la buena noticia, esto es el
evangelio- saber que Dios no está lejos, sino cerca; que después de habernos
creado no nos ha abandonado, que se ha hecho uno de nosotros, ha tomado nuestra
carne, se ha hecho hombre para que nosotros pudiéramos ser hijos suyos. El
Hombre-Dios es la revelación más completa del amor de Dios, su Palabra definitiva
sobre el hombre y sobre Dios; en efecto, Dios “en distintas ocasiones y de
muchas maneras habló antiguamente a nuestros padres, por los profetas. Ahora,
en esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo” (Hb 1,1.2 a).
El Hijo de Dios ha querido vivir nuestra experiencia
y formar parte de nuestra familia; esto le ha dado a Él el nombre de Jesús
y el rostro de Nazareno; pero lo ha hecho también semejante y cercano a nosotros.
Tal vez por esto la atmósfera navideña se caracteriza por un fuerte sentido
de familia y de cercanía. Las casas se revisten de luz, vuelven a nuestra
mente los recuerdos de familia, deseamos encontrar a las personas más queridas,
tratamos de estar con los amigos o al menos hacernos presentes entre ellos
por medio de las felicitaciones. La representación navideña del nacimiento
ha contribuido sin duda a crear este clima de calor humano, de profundidad
de afectos, de cercanía familiar.
Navidad es una gran fiesta: los ángeles
anuncian la alegría del nacimiento del Salvador y la paz a los hombres de
buena voluntad. Pero los Evangelios no ocultan el hecho de que el nacimiento
de Jesús fue en un establo, porque María y José “no habían encontrado otro
lugar” (Lc 2,7); no ocultan tampoco que sus padres tuvieron que huir
a Egipto, porque “Herodes buscaba al niño para matarlo” (Mt 2,13).
El mensaje navideño es, por eso, tan fascinante como trágico. Con la Encarnación,
la dignidad de toda persona queda elevada a la condición divina, si bien sigue
siempre expuesta al peligro del rechazo (cf. Jn 1,10): desde el momento
en que Dios ha querido tomar el camino del hombre, el hombre es el camino
para encontrar a Dios, un camino que a veces es escondido y accidentado (cf.
Jn 19,5).
Éste es el contexto, queridos hermanos, en que me pongo de nuevo
en comunicación con vosotros, en primer lugar para desearos una santa
Navidad y un feliz Año Nuevo, lleno de gracias y de bendiciones, especialmente
las que Dios nos ha dado en la Encarnación de su Hijo; en segundo lugar,
para continuar con vosotros la reflexión sobre nuestra vocación a la santidad
y sobre nuestra vida consagrada salesiana, como camino específico para
alcanzarla.
Os propongo, por esto, reflexionar
sobre cómo responder a las preguntas puestas por Jesús a sus discípulos: “¿Quién
dice la gente que soy to? Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” (Mc
8,27.28). Se trata de preguntas fundamentales para nuestra condición de creyentes
y de consagrados. Pero no se puede reconocer adecuadamente la identidad de
Aquel que nos ha llamado y cuyo seguimiento nos hemos propuesto, si no vivimos
una fuerte experiencia de fe y si no nos sentimos muy queridos por Él. Es
éste el sentido de las palabras con que Jesús, según el evangelio de Mateo,
acoge la respuesta de Pedro: “Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás, porque eso
no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el
cielo” (Mt 16,17). También Lucas se pone en la misma línea; él coloca
estos interrogantes mientras Jesús se encuentra con los discípulos en un lugar
apartado para rezar (cf. Lc 9,18). “Ambas indicaciones nos hacen tomar
conciencia del hecho de que a la contemplación plena del rostro del Señor
no llegamos sólo con nuestras fuerzas, sino dejándonos guiar por la gracia” [1] .
Por su parte, Marcos, a través de
la pregunta repetida varias veces: “Pero ¿quién es éste?” (Mc 4,41;
cf. 1,27; 2,6.12; 6,48-50), parece decirnos que Jesús evita dar respuestas
defnitivas y que el hombre no logra aferrarlo de una vez por todas. Jesús
puede ser identificado sólo por Dios, como sucedió en el bautismo en el Jordán:
“Éste es mi Hijo predilecto, en el que me he complacido” (Mt 3,17),
y en la transfiguración en el Tabor: “Éste es mi Hijo, que yo amo. ¡Escuchadlo!”
(Mc 9,7). Jesús puede ser reconocido como Cristo e Hijo de Dios sólo
por los creyentes; sólo quien profesa y vive la fe “llega realmente al corazón,
yendo a la profundidad del misterio: “Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo”
(Mt 16,16)” [2] .
No es otro el contenido del evangelio que, según el primer versículo
de Marcos, se podría expresar así: “Comienza el evangelio de Jesucristo,
el Hijo de Dios”. Y ni siquiera otra es la finalidad de la narración de
los evangelios: “Estos signos se han escrito para que creáis que Jesús
es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su
nombre” (Jn 20,31).
Hace poco tiempo os escribía que “el verdadero desafío actual de
la vida consagrada es el de restituir a Cristo a la vida religiosa y la
vida religiosa a Cristo” [3]
. Pues bien, “Cristo da a la persona dos certezas fundamentales: la
de ser amada infinitamente y la de poder amar sin límites” [4] . Queridos hermanos, ¡cuánta necesidad
tenemos de estas certezas! “Gracias a ellas, la persona consagrada se
libera progresivamente de la necesidad de colocarse en el centro de todo
y de poseer al otro, y del miedo a darse a los hermanos; aprende más bien
a amar como Cristo la ha amado, con aquel mismo amor que ahora se ha derramado
en su corazón y la hace capaz de olvidarse de sí misma y de darse como
ha hecho el Señor” [5] . Precisamente por esto, querría
indicaros en la contemplación de Cristo el medio más seguro para triunfar
en esto: “el camino que la vida consagrada debe emprender al comienzo
del nuevo milenio está guiado por la contemplación de Cristo”
[6] .
1. Contemplar a Jesucristo con mirada salesiana
La contemplación del rostro de Cristo debe ser para nosotros la
primera pasión y ocupación, como se nos indica en la Regla de Vida: “Nuestra
ciencia más eminente es, por tanto, conocer a Jesucristo, y nuestra alegría
más íntima, revelar a todos las riquezas insondables de su misterio” (Const.
34). Este texto es tanto más significaivo si se recuerda que se encuentra
en el capítulo de las Constituciones en que se describe nuestro servicio
educativo pastoral. Os invito a realizar el precioso trabajo de contemplar
al amado por excelencia, Aquel que nos ha fascinado y sigue fascinándonos,
con una mirada salesiana, con los ojos mismos de Don Bosco, para que como
él y siguiéndole a él “al leer el Evangelio seamos más sensibles a cietos
rasgos de la figura del Señor” (Const. 11).
La contemplación de Cristo es el punto de partida
del camino espiritual y del programa pastoral trazado en la Exhortación apostólica
Novo Millennio Ineunte, que nos llama a tener la mirada “más que nunca
fija en el rostro del Señor” [7] . La
instrucción Caminar desde Cristo ha retomado el mismo objetivo estratégico,
indicándonos los diversos rostros que contemplar y los lugares donde hacer
experiencia de Cristo: “Éstos son los caminos de una espiritualidad vivida,
compromiso prioritario en este tiempo, ocasión de releer en la vida y en la
experiencia diaria las riquezas espirituales del propio carisma, en un contacto
renovado con las mismas fuentes que han hecho surgir, por la experiencia
del Espíritu de los fundadores y de las fundadoras, el destello de la
vida nueva y de las obras nuevas, las específicas relecturas del Evangelio
que se encuentran en cada carisma” [8] . La
contemplación de Cristo nos inserta así, como salesianos, en el camino postjubilar
de la Iglesia y en el compromiso actual de la vida consagrada.
Contemplar a Cristo significa conocerlo más profundamente, amarlo
más fielmente, seguirlo más radicalmente. En efecto, no se Le puede amar
si no se Le conoce; y no se Le conoce si no se Le sigue (cf. Jn
1,38-39); y no se Le sigue si no estamos de tal manera enamorados de Él
que dejamos todo por “estar con Él” (Jn 21,15-19). Conocimiento,
amor y seguimiento de Cristo son realidades inseparables, que se relacionan
recíprocamente.
Las dos preguntas puestas por Jesús a los discípulos
– “¿Quién dice la gente que soy yo?” y “Vosotros, ¿quién decís que soy yo?”-
orientan hacia esta interpretación de la contemplación de Cristo. Podrían
ser expresadas con estas paráfrasis: “¿Quiénes dicen que soy yo, aquellos
que, al no amarme y, por tanto, no siguiéndome de cerca no pueden conocerme?”;
“¿Quién decis que soy yo, vosotros que amándome tanto y considerando todo
como basura con tal de seguirme, estáis en condiciones de conocer la identidad
más profunda de mi persona?”.
Las respuestas dadas por los discípulos convalidan
la misma interpretación: la cristología no es sólo fruto de conocimiento,
sino también de amor hacia Cristo y de seguimiento. Estando al parecer de
la gente, Jesús es Juan Bautista, o el profeta Elías, o uno de los profetas
(cf. Mc 8,28). También en el curso de la historia Jesús ha sido calificado
en formas muy diversas: es un revolucionario, un romántico, un comunista,
un libertador, un liberal, un superstar, un judío devoto,...; pero ninguno
de estos títulos hace justicia al misterio de la persona de Jesús. Sólo los
discípulos pueden afirmar: “Tú eres el Mesías, el Cristo, el Hijo de Dios
Vivo” (Mt 16,16). A lo largo de la historia también los creyentes han
tratado de profundizar esta confesión de fe con la reflexión teológica y con
la historia del discipulado; los que mejor conocen a Jesús son aquellos que
lo aman más y lo siguen más de cerca, tratando de configurarse a Él.
No basta, pues, con ser “admiradores” de Cristo,
sino que se debe ser “imitadores”. Como advierte un gran teólogo, mientras
“un imitador aspira a ser lo que admira, un admirador, en cambio, se queda
personalmente fuera..., evita ver que aquel objeto contiene en relación con
él la exigencia de ser, o al menos de aspirar a ser, lo que admira” [9] .
Contemplar a Cristo no es, pues, diversión estética, ni libre pasatiempo
y, ni siquiera curiosidad intelectual; es, en cambio, pasión nunca satisfecha
y necesidad urgente de conocimiento, amor, seguimiento: queremos contemplar
cada vez mejor a Aquel a quien querríamos adherirnos más, porque “adherirse
cada vez más a Cristo” constituye el “centro de la vida consagrada”
[10] .
Nosotros, Salesianos, contemplamos a Jesús con una nuestra especificidad
bien precisa. Nuestra forma de vida realiza el proyecto apostólico de
Don Bosco: “Ser en la Iglesia signos y portadores del amor de Dios a los
jóvenes, especialmente a los más pobres” (Const. 2); cumpliendo
esta misión “encontramos el camino de nuestra santificación” (Const.
2). La misión salesiana, que “da a toda nuestra existencia su tonalidad
concreta” (Const. 3), nos hace más “sensibles a ciertos rasgos
de la figura del Señor” (Const. 11) y hace que nuestro contemplar
a Cristo y nuestro obrar cristiano estén permeados de pasión por Dios
y de compasión por los jóvenes. Nosotros, Salesianos, conocemos, amamos
y seguimos a Jesús, estando entre los jóvenes. Inmersos en el mundo
y en las preocupaciones de la vida pastoral, aprendemos a encontrar a
Cristo a través de aquellos a los que hemos sido mandados (cf. Const.
95). Nuestro acceso a Cristo pasa a través de los jávenes. Nosotros, Salesianos,
no podemos pensar, ver, encontrar, amar y seguir a Cristo sin estar rodeados
de los jóvenes o, al menos, sin ser conscientes de haber sido enviados
a ellos. Los jóvenes son nuestra misión y “el lote que nos ha tocado,
la heredad que hemos recibido” (Sal 16,6). Lejos de los jóvenes,
no logramos contemplar a Cristo o, al menos, no miramos al Cristo
contemplado por Don Bosco; los jóvenes a los que somos enviados son el
lugar y la razón de nuestra experiencia cristiana. Esto significa que
existe un camino salesiano para contemplar y, por tanto, para conocer,
amar y seguir a Jesús.
Puesto que la cristología es la reflexión sistemática
sobre la persona y sobre la obra de Jesús de Nazaret, el Cristo, el Hijo de
Dios, alguno podría preguntarse si se puede dar una “cristología salesiana”,
o si la cristología, para ser auténtica, debe estar libre de cualquier adjetivo.
Está claro que, para ser la misma, la reflexión
cristológica debe ser fiel a su función, que mira a la comprensión y a la
inteligencia de la fe en la persona real, concreta e histórica de Jesús de
Nazaret, confesado como Cristo e Hijo de Dios. Por lo tanto, debe permanecer
fiel al modo como la tradición normativa cristiana ha comprendido y explicado
dicha figura a lo largo de los siglos.
Sin embargo, esta fidelidad no excluye aproximaciones diversas a
la persona y a la obra de Jesús, sin agotar nunca la riqueza; el mismo
misterio personal de Cristo las exige y las hace inevitables. Si es verdad
que ninguna persona humana puede ser definida con una sola frase, ni fijada
en una sola actitud, ni contemplada desde una única perspectiva, esto
es así con mayor razón para Jesús, hijo de María e Hijo de Dios, verdadero
hombre y verdadero Dios. Cuanto más nos acercamos, tanto más percibimos
la figura de Cristo como misterio. Por tanto, no pierde actualidad
ni urgencia la pregunta que Jesús dirigió a sus discípulos y sigue dirigiéndola
también a nosotros: “Y vosotros, ¿quén decís que soy yo?” (Mc 8,29).
Entre tantos factores que “diversifican” las perspectivas
y, por tanto, multiplican las respuestas a la pregunta cristológica,
podemos mencionar:
-
la permanente profesión eclesial de fe que, a lo largo de dos
mil años, ha utilizado conceptos y términos diversos para comprender y expresar
la experiencia de la salvación en Cristo y en la que aparece más que la inmutabilidad
de las fórmulas, el compromiso de fidelidad de los creyentes;
-
los diversos contextos geográficos y culturales en los que
ha crecido y se ha desarrollado la fe en Cristo, con una atención también
a la religiosidad popular, que particularmente en campo cristológico presenta
una amplísima e inagotable variedad de expresiones y simbologías;
- la sensibilidad carismática
de la vida consagrada, que ha “hecho surgir, por la experiencia del Espíritu
de los fundadores y de las fundadoras,... las específicas relecturas del
Evangelio que se encuentran en cada carisma” [11] ; los carismas, dones del Espíritu Santo a la Iglesia, tienen
en la base una intuición cristológica” y tienden al seguimiento y a la
imitación del Señor Jesús desde una perspectiva propia, sin la pretensión
de ser exhaustiva o exclusiva.
De esta sensibilidad carismática nosotros somos conscientes y nos sentimos
orgullosos: “El Evangelio es único e idéntico para todos. Sin embargo,
existe una ‘lectura salesiana del Evangelio’; de ella nace una
forma salesiana de vivirlo. Don Bosco miró a Cristo para intentar parecérsele
en los rasgos que mejor respondían a su misión providencial y al espíritu
que debe animarla” [12] .
Y ¿no expresa, acaso, esto la necesidad de vivir una nuestra propia y
específica experiencia de Cristo, nacida en la misión juvenil que, narrada,
se hace necesariamente “cristología salesiana”? Precisamente por
esto nos parece justificado hablar de una “cristología salesiana”, aquella
que pone de relieve los “rasgos de la figura del Señor” a los que nuestra
misión nos ha hecho “más sensibles” (cf. Const. 11). En esta relectura
cristológica salesiana se funda una profunda espiritualidad y una eficaz
praxis pastoral, ambas centradas en Cristo y con clara identidad carismática;
es decir, hace falta una contemplación de Cristo, explicítamente salesiana,
para vivir una experiencia espiritual y para realizar una praxis pastoral
con clara identidad.
2. Jesucristo en la vida de Don Bosco
En el origen de un carisma que Dios da a su Iglesia y,
a través de ella, al mundo entero, se encuentra siempre un fundador
o una comunidad fundadora. Precisamente porque es un don que caracteriza de
forma singular la vida cristiana, el carisma privilegia, en el creyente que
lo recibe, rasgos específicos en su forma de comprender, amar y vivir a Cristo.
El espíritu salesiano, aquel “estilo original de
vida y de acción” que “Don Bosco vivió y nos transmitió, por inspiración de
Dios” (Const. 10), “encuentra su modelo y su fuente en el corazón mismo
de Cristo, apóstol del Padre” (Const. 11). Es verdad que “nosotros
descubrimos (a Cristo) presente en Don Bosco que entregó su vida a los jóvenes”;
pero “para comprender nuestro espíritu en su elemento central, hay
que ir más allá de la persona de Don Bosco; es preciso acudir a la fuente
en que bebió: la persona de Cristo” [13] .
Por esto nos interesa conocer y amar al Cristo que Don Bosco vivió
y pensó; identificar los rasgos de su persona a los que como salesianos
“somos más sensibles” (Const. 11) y, por tanto, aferrados por Él
y fascinados por Él, ponernos a seguirle. Y precisamente porque en Don
Bosco se nos hace presente el modo de conocer, amar y seguir a Cristo,
es en Don Bosco, a través de su experiencia espiritual y apostólica, donde
estamos llamados a acercarnos como salesianos a Cristo Jesús.
2.1. El Cristo del Evangelio
Más que la fe profesada por Don Bosco y su credo
cristológico, nos interesa evocar su fe vivida y la actitud fundamental que
tomó su relación personal con el Señor Jesús; es decir, es más importante
referirse a la “fides qua” que a la “fides quae” de Don Bosco.
Desde esta perspectiva, parece que su formación teológica tiene un valor relativo
en relación con su experiencia cristiana.
Cristo era para Don Bosco una persona viva y
presente en todo momento de su vida y de su obrar; para él no fue nunca
sólo una verdad abstracta o un ideal que alcanzar. Diría que la actitud que
distingue su fe cristiana es la de la relación – cercanía – amistad.
Se puede verificar esto en el primer artículo de las Constituciones de 1858,
donde había escrito: “El fin de esta Sociedad es el de reunir a sus miembros...
para perfeccionarse a sí mismos imitando las virtudes de nuestro Divino Salvador,
sobre todo la caridad con los muchachos pobres” [14] .
Esta relación está caracterizada por la convicción
de que Jesús es el Hijo de Dios hecho Hombre; es más, de acuerdo con
la teología de su tiempo, Don Bosco identifica prácticamente a Jesucristo
con ‘Dios’, aún sin ignorar la realidad trinitaria del Misterio Divino; y
así en Don Bosco los términos “Jesucristo” y “Dios” resultan prácticamente
intercambiables.
En el interior de esta misma “contemporaneidad” con Cristo, no encontramos
en Don Bosco una sensibilidad por el Jesús histórico, ni tampoco la preocupación
de llegar al “Jesús de Nazaret”, como tratan de hacer la exégesis y la
teología actual. Para él, no hay otro Jesús que el Señor Jesús de los
Evangelios.
2.2. La configuración a Cristo
Para trazar un perfil de la actitud de Don Bosco en relación con la persona
de Jesucristo, me parece clarificador recordar el sueño de los diez
diamantes, en el que Don Bosco quiso representar “la identidad del
salesiano”, como nos lo ha recordado también el reciente CG25 [15] . Con Don Rinaldi se puede afirmar que Don
Bosco “¡fue siempre, durante toda su vida, la encarnación viviente de
este personaje simbólico!”
[16] . Pues bien, en la descripción del personaje, modelo del salesiano,
encontramos una diferencia entre la parte frontal del manto y la dorsal;
en esta segunda están presentes aquellas actitudes ocultas que
en cierto modo sostienen y fortalecen la fe, la esperanza y la caridad,
en las que consiste propiamente el testimonio visible”.
En la presentación del Señor Jesús que Don Bosco hace a sus muchachos
y a la gente a la que dirige su predicación y sus escritos, él pone el
acento sobre todo en la dimensión mística de la contemplación de
Cristo, o sea en la bondad inagotable del Maestro, en su misericordia,
en su capacidad de perdón. En particular, en las “Vidas” de los
jóvenes ejemplares de Valdocco, muertos prematuramente, pone de relieve
un rasgo típicamente salesiano: la amistad con Jesús. Valga como
ejemplo para todos la frase programática de Domingo Savio el día de su
Primera Comunión: “Mis amigos serán Jesús y María”. Esta realidad es,
por así decir, la parte frontal del manto.
En cambio, en los escritos para los socios salesianos,
comenzando por la Introducción a las Constituciones y en las Constituciones
mismas, Don Bosco acentúa la dimensión ascética, que comprende el seguimiento
y la imitación de Jesucristo en las diversas dimensiones de la vida consagrada
y, de modo particular, en los consejos evangélicos. El hecho es tan evidente
que, si no se tiene en cuenta la diversidad de los destinatarios, podría dar
la impresión de que Don Bosco se contradice a sí mismo.
Por ejemplo, hablando de la obediencia, Don Bosco la describe así: ésta
“debe ser a ejemplo de nuestro Divino Salvador, que la practicó aún en
las cosas más difíciles, hasta la muerte de cruz”. En cuanto a la pobreza,
escribe: “(el salesiano) sigue el ejemplo de nuestro Salvador, que nació
en la pobreza, vivió en la privación de todo y murió desnudo en una cruz”.
Y hablando de la fidelidad a la vocación, da esta indicación: “Permanezca
cada cual en la vocación a que ha sido llamado hasta el fin de su vida.
Recuerde todos los días las severísimas palabras del Divino Salvador...
Ninguno que pone su mano en el arado y vuelve la vista atrás, es apto
para el Reino de Dios” (Constituciones de 1874, art. 21).
Aunque esté claro, es preciso subrayar que el seguimiento y la imitación
de Jesucristo no se han de entender como una costosa renuncia, sino como
una ofrenda libre y gozosa; no como una ocupación puntual, sino como una
total consagración: “No vamos tras una virtud (obediencia, pobreza, castidad),
ni una actividad (educación, misiones, etc.), sino que seguimos a una
Persona a la que deseamos imitar en plenitud y un Evangelio que nos proponemos
vivir íntegramente” [17] . Yo mismo os lo escribía hace
poco: “No nos hacemos religiosos “para” algo, sino “a causa de” alguno:
de Jesucristo y de la fascinación que Él produce”
[18] .
Esta aparente dicotomía no es tal, si tenemos presente
la íntima e inseparable relación entre evangelio y vida, entre fe y moral,
tal como lo entendió y lo vivió Don Bosco. En su vida y en su sistema educativo
la moral no es nunca fin a sí misma; el cumplimiento del deber, por ejemplo,
no se deriva de un “imperativo categórico” de estilo kantiano, sino del deseo
de realizar por amor la voluntad de Dios en todo, hasta en los mínimos detalles
de la vida. Viceversa, esta amistad con Dios no cae nunca en una “camaradería”
que pasa por encima del cumplimiento de los mandamientos; quien ama se compromete
a hacer la voluntad expresa y hasta los deseos ocultos de la persona amada.
Lo ha dicho Jesús: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Jn 14,15).
Es esto, usando una imagen típicamente salesiana, la paradoja del emparrado
de rosas.
En particular, la insistencia de Don Bosco sobre la práctica
del Sacramento de la Reconciliación es muy significativa: constituye una de
las columnas de su edificio educativo. En las “Vidas” escritas por él esto
es claramente evidente y a veces hasta insistente: la confianza en Jesús no
anula el conocimiento de la propia fragilidad moral; es más, aquella confianza
es tanto más fuerte cuanto mayor es este conocimiento.
Finalmente, la relación que Don Bosco tiene e inculca hacia el Señor Jesús
es inseparable de la devoción a la Santísima Virgen María. En realidad,
para él, en su propuesta educativa de la fe, es un lema seguro la expresión
querida por San Luis María Grignion de Montfort: Ad Iesum per Mariam.
A este propósito –como desde otros puntos de vista- el sueño de los
nueve años es ejemplar: Jesús y María aparecen juntos, pero Ella le
es dada como maestra, precisamente para hacerlo discípulo de Jesús y para
ayudarlo a hacerse “humilde, fuerte y robusto”.
3. Jesucristo “Apóstol del Padre y Buen Pastor”
Después de haber profundizado la legitimidad de una “cristología
salesiana”, en el sentido de una relectura carismática de algunos aspectos
de la cristología y después de haber aludido a la centralidad de la relación
con Cristo y a la importancia de la configuración a Él en la experiencia de
Don Bosco, ha llegado el momento de exponer los rasgos específicos
que nosotros, Salesianos, acentuamos en la contemplación de Cristo. Los encontramos
en forma muy densa, aunque breve, en el artículo 11 de nuestra Regla de Vida;
en seguida “hay que notar la relación íntima que existe entre ellos y la persona
de Cristo en la línea de la ‘caridad’ de buen Pastor” [19] .
Aún tratándose de aspectos evangélicos que todo salesiano debe tratar
de cultivar en la propia “identidad carismática”, nosotros los encontramos
en Don Bosco en forma casi “connatural” y, además, con una característica
extraordinaria: resulta prácticamente imposible separar en él la riqueza
de los dones del Espíritu Santo y la “infraestructura humana” que
los sostiene. Se puede hablar, por esto, de “una espléndida armonía entre
naturaleza y gracia” (Const. 21). Al analizar estos rasgos, doy
por descontado que son centrales en la vida de Jesús; sería muy enriquecedor
analizarlos en cuanto tales; aquí los vemos sólo en cuanto vividos
y reflejados en nuestro Padre y Fundador; me limitaré por eso a ofrecer
una simple glosa.
3.1. La gratitud al Padre por el don de la vocación divina a todos los
hombres
“La gratitud al Padre...”
En Don Bosco la gratitud es uno de los sentimientos
más marcados y más nobles de su personalidad humana, que quiso transmitir
en máximo grado a sus hijos. Pero se trata de una actitud derivada,
puesto que es la respuesta a la gratuidad, tanto en el campo de las
relaciones humanas, como, sobre todo, en la relación con Dios. En el desarrollo
de tal actitud, la figura de Mamá Margarita tuvo gran importancia: en efecto,
tal sentimiento va asociado al fuerte sentido de la Providencia que
la mamá le inculcó, tanto al contemplar la naturaleza como en la valoración
de la propia vida.
En la fusión de los dos aspectos –humano y cristiano- “en un proyecto
de vida fuertemente unitario: el servicio a los jóvenes” (Const.
21), la gratuidad ocupa un lugar esencial. El artículo 20 de las Constituciones
la presenta como el primer rasgo del sistema preventivo, que “era para
él un amor que se dona gratuitamente, inspirándose en la caridad
de Dios, que precede a toda criatura con su providencia, la acompaña con
su presencia y la salva dando su propia vida” (Const. 20).
Mientras estudiaba filosofía, Juan Bosco acompañó a jóvenes de clase
acomodada en una casa de verano de los Jesuitas cerca de Turín, a la que
ellos habían enviado a sus internos durante una epidemia. Si es verdad
que él no encontró dificultad en la relación con ellos, es más tuvo en
estos jóvenes amigos que le querían mucho y le respetaban, se convenció
de que su ‘método’ no se adaptaba a un sistema de ‘compensación recíproca’:
“En Montaldo (...) pudo conocer la dificultad de adquirir sobre ellos
el suficiente ascendiente necesario para hacerles el bien. Y se persuadió
de que no era llamado a ocuparse de los jóvenes de familias señoriales” [20] .
Es impensable el sistema educativo pastoral de San Juan Bosco sin
la experiencia de la gratuidad por ambas partes: las demostraciones de
gratitud de sus muchachos son innumerables y conmovedoras, precisamente
porque no agradecían lo que Don Bosco les daba, sino que agradecían al
mismo Don Bosco que se daba a ellos, como expresión del amor gratuito
y preveniente de Dios. Él mismo se consideraba así, como lo testifican
las Memorias Biográficas que nos dicen que en 1859 Don Bosco se
dio a sí mismo como aguinaldo: “La poca ciencia, la poca experiencia
que he adquirido, cuanto soy y poseo, oraciones, trabajos, salud, mi propia
vida, todo deseo emplearlo para vuestro servicio. Por mi parte os entrego
como aguinaldo a todo mí mismo; será cosa baladí, pero cuando os doy todo,
quiero decir que no me guardo nada para mí”
[21] .
“... por el don de la vocación divina a todos los hombres”
Hay un presupuesto fundamental, densamente teológico, en el pensamiento
y en la praxis educativa pastoral de nuestro Fundador: la certeza de que
toda persona no es sólo objeto de derechos y de deberes, u objeto de
filantropía “horizontal”, sino que en cualquier situación y a pesar de
cualquier límite, deficiencia o pecado, ella es imagen de Dios;
todos son hijos e hijas de Dios, llamados a Su amistad y a la vida
eterna. De esta convicción de fe provenía en Don Bosco la esperanza,
entendida como confianza en toda persona, sobre todo en el joven, que
despierta en él la autoestima y sus energías de bien. Este destello de
bondad que él no sólo encontraba, sino que presuponía en cada joven,
incluso en los que podían ser considerados por otros como irrecuperables,
es su típica expresión pedagógica. Es muy importante para todos nosotros
que creamos y llevemos en nuestra praxis educativa pastoral esta convicción
de nuestro amado padre, que decía: “Todo joven, por desgraciado que sea,
tiene un punto sensible al bien y es el primer deber del educador descubrir
ese punto, esa cuerda sensible del corazón, y sacar provecho de ella” [22] .
Por otra parte, aun con los límites de la eclesiología de su tiempo, esta
convicción fue para Don Bosco la fuente de su ‘ecumenismo’ y de su ansia
misionera: no consideraba que pudiera descansar hasta que no hubiera
anunciado a todos los hombres y a todas las mujeres del mundo,
sin distinción de raza o de lengua, la Buena Noticia del Amor de Dios
en Cristo, que nos llama a formar la gran Familia de sus hijos y de sus
hijas, que es la Iglesia. Ésta es de hecho la fuente de donde brotaba
su incansable actividad y su prodigiosa fantasía pastoral.
Hay que decir que Don Bosco encarnó plenamente la intuición teológica
de San Pablo, que nos recuerda cómo del Padre “procede toda paternidad
en el cielo y en la tierra” (Ef 3,15); él supo ser una mediación
excepcional del amor paterno-materno de Dios para aquellos que se sentían
menos dignos de Él, o para aquellos que no habían vivido una experiencia
positiva de un padre o de una madre.
3.2. La predilección por los pequeños y los pobres
No es preciso demostrar esta atención a los pequeños
y a los pobres, sea en referencia a la actitud de Jesús, porque son numerosos
los textos evangélicos sobre este tema y central su importancia, sea en referencia
al compromiso de Don Bosco. En todo caso conviene hacer notar que esta predilección
en Don Bosco no proviene sólo de la magnanimidad de su corazón paterno, “grande
como las arenas del mar”, ni de la situación desastrosa de la juventud de
su tiempo –como también del nuestro-, ni mucho menos de una estrategia socio-política.
En el origen de ella está una misión de Dios: “El Señor indicó a Don
Bosco, como primeros y principales destimatarios de su misión, a los jóvenes”
(Const. 26). Y es bueno recordar que esto sucedió “con la intervención
materna de María” (Const. 1); en efecto, Ella “indicó a Don Bosco su
campo de acción entre los jóvenes, y lo guió y sostuvo” (Const. 8).
En este sentido es ‘normativo’, y no una simple anécdota, la actitud
que Don Bosco asumió en un momento decisivo de su existencia sacerdotal,
frente a la Marquesa de Barolo y a la oferta, ciertamente apostólica y
santa, de colaborar en sus obras, abandonando a los muchachos andrajosos
y solos: “Usted tiene dinero y encontrará fácilmente cuantos sacerdotes
quiera para sus instituciones. No ocurre lo mismo con los chicos pobres...
Cesaré oficialmente en el cargo y me entregaré de lleno al cuidado de
mis muchachos abandonados”
[23] .
Sería muy interesante profundizar las características típicas de los destinatarios
preferenciales de nuestra misión: “jóvenes pobres, abandonados y en
peligro”. Aunque hoy se habla de “nuevas pobrezas” de los jóvenes,
la pobreza alude directamente a su situación socio-económica: el
abandono reclama la “calificación teológica” de privación de apoyo
a causa de la falta de una mediación adecuada del Amor de Dios; el peligro
reenvía a una fase determinante de la vida, la adolescencia-juventud,
que es el tiempo de la decisión, después de la cual muy difícilmente se
pueden cambiar las costumbres y las actitudes adoptadas. Dicha profundización
sirve como punto de partida para determinar en cada Inspectoría (cf. Rtos,
1) y comunidad, cuáles son los destinatarios prioritarios en el hic
et nunc concreto, teniendo en cuenta, ciertamente, los criterios ahora
indicados.
Tal predilección se agudiza en algunos contextos en los que se desarrolla
nuestra misión, donde la pobreza, sobre todo juvenil, es lacerante. El
salesiano, mucho menos que cualquier otro, no tiende a crear choques o
“lucha de clase”. La predilección no es sólo una elección o una “opción”:
presupone un “amor universal”, pero comporta algunas acentuaciones: no
excluye a nadie, pero no privilegia a todos: sería contradictorio.
Lo que importa en el testimonio es que esté bien claro que la nuestra
es una predilección evangélica, que realiza la práctica de “dar
el máximo al que en la propia vida ha recibido el mínimo”. La caridad
salesiana quiere comenzar no por los primeros, sino por los últimos; no
por los más ricos desde el punto de vista económico o espiritual, los
cuales disponen ya de atención y servicios; sino por aquellos que tienen
necesidad de nosotros para suscitar esperanza y despertar energías.
3.3. La solicitud en predicar, sanar y salvar, movido por la urgencia
del Reino que llega
“La solicitud en predicar...”
“Toda la vida de Don Bosco imita y prolonga, especialmente
en favor de los jóvenes, el ardor apostólico desplegado por Cristo en su vida
pública” [24] .
Desde el comienzo de su Evangelio, Marcos nos dice:
“Cuando arrestaron a Juan, Jesús se marchó a Galilea a proclamar el Evangelio
de Dios” (Mc 1,14). Aunque hay otros textos en los que la actividad
de Jesús se concentra en tres acciones –predicar el Evangelio, expulsar los
demonios, curar las enfermedades y los sufrimientos (cf. Mc 3,13; Mt
9,35)- no hay duda de que su misión principal era la de “proclamar el Evangelio,
el mensaje feliz de Dios”.
Para Don Bosco es tan importante este elemento que constituye su
principal petición el día de su Primera Misa: “Es piadosa creencia que
el Señor concede infaliblemente la gracia que el nuevo sacerdote le pide
al celebrar la primera Misa; yo le pedí fervorosamente la eficacia
de la palabra, para poder hacer el bien a las almas. Me parece que
el Señor oyó mi humilde plegaria”
[25] .
Este aspecto está en íntima relación con el carácter educativo del
método preventivo, en particular de la razón, parte del trinomio
fundamental, con la religión y el cariño. “La ‘razón’, en la que
Don Bosco cree como don de Dios y quehacer indeclinable del educador,
señala los valores del bien, los objetivos que hay que alcanzar y los
medios y modos que emplear”
[26] . Y logra también que la vivencia de los Sacramentos, columnas
de su edificio educativo pastoral, no degenere en “sacramentalismo”,
sino que se transforme en verdadera vida de comunión con Dios.
Ciertamente, Don Bosco no empleó el término “evangelizar”; él hablaba
efectivamente de dar el catecismo a los muchachos y predicar al pueblo.
Con esto entendía lo que Pablo VI definió como la razón de ser de la Iglesia
(cf. EN, 15). Y en este sentido la preocupación de nuestro fundador
ha sido acogida en nuestra Regla de Vida en un artículo que comienza precisamente
citando una frase suya: “Esta Sociedad comenzó siendo una simple catequesis”.
También para nosotros la evangelización y la catequesis son la dimensión
fundamental de nuestra misión” (Const. 34).
“... sanar...”
No hace falta subrayar la centralidad de este aspecto
en la vida y en la praxis de Jesús; baste recordar su respuesta a los enviados
de Juan el Bautista: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo:
los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios y los sordos
oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia”
(Mt 11,4-5). Y en el evangelio de Juan, toda la primera parte se centra
en los “signos” de Jesús, la mayor parte de los cuales, se refieren a este
campo.
Aun sin olvidar que Don Bosco recibió de Dios también
el carisma de la curación, no es a esto a lo que se refiere el artículo 11
de las Constituciones, tanto menos en relación con las actividades de sus
hijos; no somos una Congregación que se dedique preferentemente a los enfermos.
No obstante esto, se trata de un punto esencial de nuestro carisma,
que acentúa dos dimensiones. Actualmente, tanto en el campo psicológico
como en el de la medicina, se ha ampliado el concepto de ‘salud’ o de
‘curación’; no hay duda que nuestros destinatarios prioritarios
son, en general, muchachos y muchachas ‘enfermos’ a causa de su
misma situación de abandono: de los traumas infantiles y familiares hasta
las dependencias y hábitos físicos o psicosomáticos. “Todo esto ha llevado
–escribía Don Vecchi- a repensar el concepto de prevención y de
preventividad. Tal vez para muchos significaba ocuparse sólo de
muchachos y jóvenes que no han sido todavía alcanzados por el mal. Anticipar
es ciertamente una regla de oro. Mas ‘prevenir’ quiere decir también impedir
la ruina definitiva de quien está ya en el mal camino, pero tiene aún
energías sanas que desarrollar o recuperar. En la reflexión actual socio-pedagógica
se habla de una primera prevención y de base, de una segunda de recuperación
y de refuerzo, y de una última que logra detener las consecuencias extremas
del mal” [27] .
Por otra parte, no debemos olvidar el significado
de los milagros de Jesús. Uno de los mejores especialistas del tema escribe:
“El milagro está destinado a la salvación de todo el hombre: su corazón
y su cuerpo. Jesús, perdonando y curando al hombre de sus miserias, le hace
tomar conciencia de la propia importancia frente al pecado, a la enfermedad,
a la muerte (...). El milagro es el signo concreto de lo que representa Jesús
para el hombre: el que salva totalmente, física y espiritualmente” [28] .
En esta perspectiva se coloca plenamente el carisma salesiano. Don
Bosco busca, con el ‘criterio oratoriano’ (cf. Const. 40), la promoción
integral de sus muchachos. Los que niegan la realidad de los milagros,
muchas veces lo hacen en nombre de un “espiritualismo”, como si a Dios
interesasen sólo “el alma” y las actividades religiosas.
“... y salvar...”
Los tres verbos “predicar, sanar y salvar” se colocan
en clara progresión, hasta llegar a la cumbre: la salvación de los
muchachos, que es la cumbre de la atención de Don Bosco, como afirma Don Rua:
“No dio un paso, ni pronunció palabra, ni acometió empresa que no tuviera
por objeto la salvación de la juventud. Lo único que realmente le interesó
fueron las almas” [29] .
Cuando olvidamos que el fin último del trabajo salesiano
es, siguiendo el ejemplo de Cristo, la salvación, caemos en un reducionismo
que representa una traición del sistema preventivo. En cambio, la relación
con cuanto queda dicho antes nos habla de una salvación integral, que se concreta
en el lema fundamental: “da mihi animas”. El término alma no
quiere ciertamente expresar una dicotomía, sino que es metonímico:
para Don Bosco ‘alma’ significa toda la persona, en la perspectiva del plan
de Dios; y la ‘santidad’, que viene a ser sinónimo de salvación, es la realización
de la vocación divina de todo ser humano.
Siguiendo esta concepción antropológica integral, en nuestro trabajo
educativo pastoral nosotros no podemos pararnos nunca en los umbrales
de la evangelización, sino que en cualquier contexto debemos tratar de
abrir a los jóvenes a la transcendencia religiosa, que no sólo es aplicable
a todas las culturas, sino que se adapta con fruto también a las religiones
no cristianas.
“...movido por la urgencia del Reino que llega”
Sobre este punto, central en la predicación y en
la praxis de Jesús, no podemos decir que Don Bosco haya insistido explícitamente:
sería anacronismo esperarse de él una acentuación que sólo en el siglo XX
ha sido retomada, si bien más en la exégesis y en la teología que en la vida
ordinaria de la Iglesia. Y, sin embargo, no se trata sólo de una expresión
retórica: de algún modo, la intuición fundamental que comporta el Reino, está
presente, con otras palabras y actitudes, en Don Bosco y en su Carisma.
Tomemos, entre otros textos evangélicos, uno de los más
importantes: el Sermón de la Montaña (Mt 5-7). Desde el punto de vista
formal, incluye diversos géneros literarios: bienaventuranzas, ‘normas’
nuevas respecto de la Ley antigua, oración del ‘Padre nuestro’, etc. Pero
todo ello está unificado por la centralidad del Reino: por esto ha sido llamado
la “carta magna de la proclamación del Reino”. Un Reino, en el que
la paternidad de Dios no se caracteriza por su dominio, sino, al contrario,
su dominio se caracteriza por la paternidad, de modo que en el “Reino de los
cielos” no hay esclavos, y ni siquiera siervos, sino hijos.
Cuando se olvida esta perspectiva, se disocian todos
sus elementos; incluso la propuesta de Jesús, contrapuesta a la Ley antigua,
se convierte en una carga imposible de llevar: si ésta mata, aquélla aniquila.
Es lo que un autor llama “la teoría de la no posibilidad (algo irrealizable)
del precepto”, representada por la ortodoxia luterana. Jesús exige que nos
liberemos totalmente de la ira: una simple palabra hostil merece incluso la
muerte. Jesús exige una castidad que evita hasta la misma mirada impura. Jesús
exige una sinceridad absoluta, amor a los enemigos” [30]
. Según este modo de comprender, la Ley Nueva se nos da sólo para
que comprendamos de modo vital que no podemos cumplirla. Y para que, por lo
tanto, recurramos con humilde confianza a la misericordia de Dios.
Cuando, en cambio, todo se centra en el Reino, se comprende qué
es lo que constituye la “buena noticia” de Jesús: “El Reino de Dios está
cerca” (Mc 1,15). Es una situación nueva, don de Dios con
la colaboración humana, que ahonda sus raíces en la metanoia. En
la medida en que se hace realidad el dominio paterno del Dios-Abbà, y
en la medida en que nosotros, humanos, vivimos como hermanos, la utopía
se hace realidad; no se “construye” el Reino poniendo juntos los trozos
del Sermón de la Montaña; éste brota, en cambio, como de un manantial,
del anuncio del Reino.
¿No es acaso lo que Don Bosco trataba de crear en sus obras y que
se denomina “ambiente” [31] ? Se trata de una situación constituida por
personas, recursos, valores, actividades, que permitan al joven –también
al más pobre y abandonado- experimentar “la belleza de la virtud y la
fealdad del pecado”. Se comprende así la famosa frase de Don Bosco: “poner
al joven en la imposibilidad moral de pecar”; no coartando su libertad,
sino, por el contrario, robusteciendo afectivamente su voluntad
y su vida cristiana, de modo que pueda vivir, en plena libertad, su carácter
de hijo/a de Dios y de hermano/a de los demás. La importancia de esta
“ecología” educativa pastoral podría ser la traducción, en clave
salesiana, de la centralidad del Reino y de la urgencia de su llegada.
3.4. La actitud del Buen Pastor que conquista con la mansedumbre y la
entrega de sí mismo
Es obvio el carácter simbólico de la figura del
pastor, aplicada a las personas que tienen a su cargo la responsabilidad y
el cuidado de otros, con la ambivalencia que tal figura implica: se puede
servir a los otros o servirse de ellos. Una tal ambivalencia se presenta también
en la Revelación, desde el Antiguo Testamento. Uno de los textos más importantes
a este propósito, presentado entre otras cosas en clave mesiánica, es el de
Ezequiel 34, que en algunos de sus versículos aparece como cita al comienzo
de las Constituciones. Es una audaz aplicación a Don Bosco, llamado a ser
“pastor de los jóvenes” y, por ello, aplicable a todo salesiano invitado a
hacer suya la misión de Don Bosco: “Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas,
siguiendo su rastro. Les daré un pastor único, que las pastoree. Él las apacentará.
Él será su pastor” (Ez 34,11.23).
En la predicación de Jesús, dicha figura ocupa un lugar de relieve,
ante todo en la presentación del Señor como Buen Pastor en Juan 10,1-18;
25-30, como también en la parábola de la oveja perdida, presente en Lucas
15,4-7 y Mateo 18,12-24, con contextos literarios y teológicos muy diversos.
Poniendo juntos estos textos, encontraremos algunas caraterísticas
muy interesantes del Buen Pastor, que Don Bosco asumió en el propio seguimiento
e imitación de Jesucristo. Recordemos que en el sueño de los nueve años
la imagen del buen pastor cualifica la visión de la misión juvenil; esta
imagen se volverá a presentar algunos años más tarde, en el segundo sueño,
que incluirá una ligera reprensión por el hecho de no confiar suficientemente
en Dios.
Jesús, el buen pastor, es la puerta de las ovejas. El exegeta
católico Raymond Brown refiere que E. F. Bishop “ofrece un interesante
ejemplo moderno del pastor que se echa a dormir atravesado en el umbral
de la puerta, de modo que hace las veces, al mismo tiempo, del pastor
y de la puerta para el ganado”
[32] . Podríamos poner en boca del pastor, y también en los labios
de Don Bosco, estas palabras: “Si quieren llegar a mis ovejas, tendrán
que pasar por encima de mí”.
Él conoce sus ovejas y las llama una a una
por su nombre; las ovejas le siguen, porque conocen su voz. Este pasaje evita
el proverbial malentendido de la masificación y del gregarismo: el
“servilismo borreguil”. En un precioso comentario exegético-espiritual del
encuentro de Jesús Resucitado con María Magdalena, otro exegeta escribe: “Pero
cuando (Jesús) se volvió hacia ella y le dijo esta palabra: ‘¡María!’, entonces
fue pascua para ella. Nos acordamos de las palabras de Jesús transmitidas
por el mismo evangelista: “Mis ovejas oyen mi voz y yo las conozco” (...).
Sin duda, Juan quiere que pensemos en estas consoladoras palabras” [33] .
Don Bosco realizó, de forma excepcional, este conocimiento personal de
sus jóvenes: cada uno de ellos se sentía conocido y amado personalmente,
hasta el punto de que discutían entre sí sobre quién era el predilecto
del Padre; todos estaban convencidos de ser los predilectos. Recordemos
la “palabrita al oído” y el conocimiento de su situación: “les leía en
la frente”, decían los jóvenes llenos de admiración. Esto, en gran parte
al menos, se debe a su presencia en medio de ellos, una presencia típica,
llamada en la tradición salesiana asistencia: no sólo física, sino
sobre todo personal, afectuosa y preventiva; mediación humana del “Dios
te ve”.
Él va en busca, con predilección, de la oveja
perdida. Es el rasgo típico y más escandaloso de la parábola sinóptica,
con matices diversos en Lucas y Mateo. En Jesús expresa, entre otros, dos
aspectos principales:
-
el “mayor amor” hacia aquel que tiene mayor necesidad: el más pobre,
el último, el pecador; no es sólo amor pastoral: “agápe” diríamos;
es también amor íntimo: “filia”; esto significa el “cargar sobre los
hombros”, lleno de cariño, la oveja perdida, una vez que la ha encontrado;
- la “subversión” de los
criterios cuantitativos a causa del criterio cualitativo de la situación
de quien está “perdido”: “os digo que así también habrá más alegría en
el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve
justos que no tienen necesidad de convertirse” (Lc 15,7); en Don
Bosco es tan notoria una tal predilección que no faltan ejemplos.
Él da vida a sus ovejas y da la vida por ellas.
Parece un simple juego de palabras, pero expresa una doble realidad muy profunda.
Jesús vino “para que tengan la vida y la tengan en abundancia” (Jn
10,10). Pero esta plenitud de vida es inseparable del don de la propia
vida: “Por esto me ama el Padre: porque yo entrego mi vida” (Jn 10,17).
Es la antítesis absoluta del pastor mercenario, que no busca el bien de las
propias ovejas, y menos aún piensa en sacrificarse por ellas. Esta palabra
de Jesús encuentra doble cumplimiento en el Misterio Pascual, en el
que Jesús nos da la plenitud de la vida dando plenamente su vida por nosotros.
A Don Bosco muy oportunamente le han sido aplicadas estas palabras
de San Pablo: “Yo de buena gana gastaré lo que tengo y hasta me entregaré
yo entero por vuestras almas” (2 Cor 12,15). El texto de Don Rua
ya citado (Const. 21) implica también este aspecto: “No dio un
paso, ni pronunció palabra, ni acometió empresa...”. Como dice él mismo:
“Yo por vosotros estudio, por vosotros trabajo, por vosotros vivo, por
vosotros estoy dispuesto incluso a dar mi vida” (citado en Const.
14).
3.5. El deseo de congregar a los discípulos en la unidad de la comunión
fraterna
En todos los Evangelios, antes o inmediatamente
después del anuncio de la Buena Noticia Jesús “llamó a los que quiso (...)
para que estuvieran con Él y para mandarlos a proclamar el Evangelio” (Mc
3,13-14; citado en Const. 96).
Las discusiones insolubles acerca del sentido de
la fundación de la Iglesia por parte de Jesús durante su vida pública, conducen
tal vez a olvidar lo esencial, es decir, que el anuncio de la salvación implica,
en la palabra y en la praxis de Jesús, la dimensión comunitaria. En
este sentido, muchos milagros de Jesús cumplen también la función de reintegrar
a las personas en la comunidad humana, familiar, social y religiosa; como
en el caso de los endemoniados o de los leprosos.
Pero es sobre todo en su relación con los discípulos,
en particular con “los Doce”, donde aparece más nítido este rasgo de Jesús,
que culmina en el relato de Juan de la