Beatificado 2-6-1929
Canonizado 1-4-1934
Celebración litúrgica el 31 de enero
Juan Bosco nació del segundo matrimonio de Francisco con Marga- rita Occhiena el 16 de agosto de 1815 y fue bautizado al día siguien- te con los nombres de Juan Melchor. El padre era arrendatario de los Biglione y vivía en una casa de ellos en los Becchi, zona de Morialdo, fracción de Castelnuovo d’Asti. Al morir de pulmonía el 11 de mayo de 1817, Francisco Bosco dejó al cuidado de su mujer Margarita a sus tres hijos: Antonio, nacido en 1808 de la primera mujer —Margarita Cagliero—, José, nacido en 1813, y Juan. La pequeña familia, muda- da a una casita rústica convertida en habitable, pasó años duros en tiempos de coyunturas desfavorables para el mundo campesino. Jua- nito, educado con profunda intuición humana y cristiana por la ma- dre, fue dotado por la Providencia de dones que lo hacen, ya desde los primeros años, amigo generoso y diligente de sus coetáneos.
Sin embargo, dadas las estrecheces de la familia y las tensiones con el hermanastro por las propias inclinaciones al estudio, fue en- viado a trabajar como criado a la casa de los Moglia, desde febrero de 1828 a noviembre de 1829. Cuando volvió con la familia, gracias al apoyo del anciano capellán don Juan Calosso, se le permitió con- tinuar los estudios elementales en Castelnuovo y los humanistas en el regio colegio de Chieri. Ya desde niño, sintió que había recibido una vocación especial y que era asistido y como llevado de la mano en el cumplimiento de su misión, por el Señor y la intervención materna de la Virgen María, que desde el sueño profético de los nueve años, le indican el campo de trabajo y la misión que tenía que cumplir. De este modo, su juventud es el anticipo de una extraordi- naria vocación educativa y pastoral. Apóstol entre sus compañeros, funda en sus años escolares en Chieri, la Sociedad de la Alegría. Desde niño siente la llamada a conformarse de manera perfecta con la figura de Cristo Buen Pastor y esta identificación irá madurando durante toda su existencia con una progresiva encarnación del mi- nisterio sacerdotal, según una modalidad propia: ser signo del Buen Pastor para los jóvenes y para las gentes del pueblo
A los veinte años, en 1835, hace la opción decisiva: entra en el seminario diocesano de Chieri. Los años de seminario fueron para él años de trabajo espiritual, si no por otra cosa, porque el ambiente disciplinado y la enseñanza teológica moral rigorista, contrastaban con su temperamento inclinado a la libertad expansiva y a la inicia- tiva en el campo operativo. En este seminario Juan Bosco asimiló los valores que el austero reglamento y la tradición formativa proponían a los jóvenes clérigos: estudio intenso, espíritu de sincera piedad, retiro, obediencia, disciplina interior y exterior. Pudo contar, sin embargo, con el conocimiento de don José Cafasso, natural también él de Castelnuovo y colaborador del teólogo Luis Guala en Turín, e aquella «Residencia Eclesiástica de San Francisco de Asís», destinada al perfeccionamiento del joven clero en la praxis pastoral. Hasta el final de su vida, don Cafasso será para Don Bosco maestro de teo- logía moral y de «pastoral práctica», al mismo tiempo que confesor, director espiritual y consejero.
Ordenado sacerdote en Turín por el arzobispo Luis Franzoni el 5 de junio de 1841, Don Bosco pasó el verano y el otoño entre I Becchi y Castelnuovo ayudando al párroco. En noviembre prefirió volver a Turín a la Residencia eclesiástica para hacer el trienio de perfeccio- namiento teórico y práctico. Aquí recibió una cualificación pastoral teórica y práctica y consolidó su vida interior. Rasgos destacados de esta espiritualidad sacerdotal, defendida por don Cafasso, eran el puesto central del servicio divino, animado por el profundo amor al Señor, por el deseo de conformarse a la voluntad divina, por la ente- ra disponibilidad a su servicio con prontitud, exactitud y generosidad; espíritu de oración, de dulzura y de caridad, de pobreza, de despren- dimiento y mortificación, de humildad y trabajo intenso; entrega ab- soluta de sí mismo en el cuidado pastoral del prójimo, celo incansable por acoger, acercarse, animar, exhortar, instruir y animar a las perso- nas de cualquier edad y condición, sobre todo a los humildes, los pequeños, los pobres y los pecadores; tensión misionera, entrega sin pausa a la predicación, a la catequesis, al sacramento de la penitencia; tierna devoción mariana, sentido de pertenencia eclesial y devoción al Papa y a los pastores de la Iglesia. Además de la formación moral, el novel sacerdote se dedicó a la instrucción catequística de los mu- chachos y acompañó a don Cafasso en la asistencia espiritual de los jóvenes recluidos en las cárceles de la ciudad.
Además, el joven sacerdote se vio cada vez más implicado en los profundos y complejos cambios políticos, sociales y culturales que marcaron toda su vida: movimientos revolucionarios, guerra y éxodo de la población de los pueblos a las ciudades, factores todos que influían en las condiciones de vida de la gente, especialmente si pertenecían a las clases más pobres. Acumulándose en las periferias de las ciudades, los pobres en general y los jóvenes en particular se convierten en objeto de explotación o en víctimas de la desocupa- ción; están insuficientemente acompañados y totalmente descuida- dos durante su crecimiento humano, moral, religioso y profesional. Sensibles a todo cambio, los jóvenes se encuentran frecuentemente inseguros y desorientados. Ante esta masa desenraizada, la educación tradicional queda desbordada: por diversos motivos, filántropos, educadores y eclesiásticos se esfuerzan en salir al paso de las nuevas necesidades.
En octubre de 1841 Don Bosco obtiene un empleo como capellán de la Obra del Refugio primero, y después, del Hospitalito de Santa Filomena: dos institutos femeninos fundados por Julia Colbert, mar- quesa de Barolo, ambos al noroeste de la ciudad, no muy distantes de la casa de la Divina Providencia del canónigo José Cottolengo y no lejos de Porta Palazzo, el gran mercado de la ciudad. En la nueva residencia Don Bosco acoge a los jóvenes que se le habían afeccio- nado en la Residencia: obreros, aprendices, estudiantes y emigrados acuden cada vez en mayor número. Gracias a las propias cualidades personales los entretiene interviniendo directamente en sus recreos y consiguiendo que participen en los momentos de instrucción reli- giosa y de culto. A estas reuniones en el Refugio las llama «catecismo» y después, establemente, «Oratorio de San Francisco de Sales».
Dotado de una feliz intuición de la realidad y atento conocedor de la historia de la Iglesia, asume del conocimiento de tales situacio- nes y de las experiencias de otros apóstoles, especialmente de san Felipe Neri y de san Carlos Borromeo, la fórmula del «Oratorio». Le agrada especialmente este nombre: el Oratorio caracteriza toda su obra y él lo modelará según una propia y original perspectiva, adap- tada al ambiente, a sus jóvenes y a sus necesidades. Como principal protector y modelo de los colaboradores elige a san Francisco de Sales, el santo del celo multiforme y de la humanísima bondad que se manifestaba sobre todo en la dulzura en el trato. El Oratorio es itinerante entre 1845 y 1846, aunque girando siempre en torno a la zona de los prados de Valdocco que miran al Dora Riparia y a Porta Palazzo, donde resultaba más fácil contactar con los muchachos. Don Bosco se establece definitivamente en Valdocco en la primavera de
1846, al principio en unas pocas habitaciones y en una tejavana adaptada como capilla, tomadas en arriendo en una construcción de extrema periferia (la casa Pinardi); después, con la adquisición de todo el edificio y el terreno adyacente. Seguramente es ya de aque- llos años el lema: «Da mihi animas caetera tolle» (que acostumbraba a traducir: «¡Oh Señor, dadme almas y llevaos todo lo demás!») y lo considera tan importante y significativo que lo hace reproducir en un cartel que fija en su propia habitación hasta los últimos años de su vida. El Oratorio de Valdocco se inspiraba en el del Ángel Custo- dio, abierto en 1840 por don Cocchi en los límites del barrio de Vanchiglia. Visto el resultado obtenido en los dos primeros oratorios, en 1847 se abrió otro, dedicado a San Luis, en la zona de Porta Nuo- va. La «Obra de los Oratorios», iniciada en 1841 con una «sencilla catequesis», se expande progresivamente para responder a exigencias imperiosas: hospicio para acoger a los dispersos, talleres y escuelas para enseñarles artes y oficios y un trabajo que les haga capaces de ganarse honestamente la vida, la escuela de humanidades abierta al ideal vocacional, la buena prensa, las iniciativas y los métodos recrea- tivos propios de la época (teatro, banda, canto, excursiones otoña- les), para favorecer un crecimiento sano en los muchachos.
También para los oratorios, el año 1948 fue un período de crisis. Don Cocchi fue propenso a compartir los entusiasmos patrióticos de los jóvenes; Don Bosco se mantuvo más cauto y atento a la línea de oposición que tomó el arzobispo Franzoni. El resurgir llegó alrededor de 1850, gracias a la tenacidad de sus colaboradores eclesiásticos y laicos (entre ellos, el teólogo G. B. Borel y los primos Roberto y Leonardo Murialdo). Por iniciativa de Franzoni, ya exiliado en Lión, Don Bosco es nombrado en 1852 «director jefe espiritual» de los tres oratorios masculinos de Valdocco, Puerta Nueva y Vanchiglia.
Dado el aumento de la afluencia juvenil a los oratorios con el apoyo popular y el oficial de las autoridades ciudadanas, se pudo sustituir la tejavana de Valdocco por una iglesia más amplia dedicada a san Francisco de Sales (1851-1852), y emplearse en la adquisición de nuevos terrenos y en la construcción de la «Casa aneja al Oratorio» para acoger e instruir a jóvenes estudiantes y a aprendices de algunos oficios más prometedores: zapateros, sastres (1853), encuadernadores (1854), carpinteros (1856), tipógrafos (1862), herreros (1862). Después del año del cólera (1854), la población juvenil acogida en las escuelas- residencia de Valdocco superó rápidamente el centenar y llegó a tener más de ochocientas personas en 1868. En este año, por inicia- tiva y empeño de Don Bosco, se consagró en el solar del Oratorio de Valdocco una amplia iglesia dedicada a María Auxiliadora (Auxilium Christianorum) destinada a los jóvenes y a las necesidades espiritua- les de la zona. Para defensa de la fe entre el pueblo cristiano, institu- yó, en 1869, la Asociación de devotos de María Auxiliadora.
Todas estas realizaciones permitieron a Don Bosco lanzar las más variadas llamadas en el intento de movilizar consensos y ayudas fi- nancieras; desde 1853 organizó loterías de beneficencia obteniendo ingresos que le permitieron agrandar y mejorar los edificios de los oratorios y acoger gratuitamente o casi, a jóvenes artesanos y estu- diantes de las clases de segunda enseñanza. En las llamadas dirigidas a la población en general, declaraba que pretendía formar «honrados ciudadanos y buenos cristianos». Cuando se dirigía a las autoridades políticas y administrativas pedía ayudas y subsidios para obras que miraban a la prevención de la delincuencia de menores, alejar de la calle a jóvenes que, de otro modo, irían a parar a las cárceles, y formar ciudadanos útiles a la sociedad. Eran formas que se plasmaron luego en su escrito pedagógico más conocido: El Sistema Preventivo en la educación de la juventud (Turín 1877). La feliz expresión: «Basta que seáis jóvenes para amaros» es la palabra y, antes aun, la opción edu- cativa fundamental del santo. «He prometido a Dios que hasta mi último aliento, habría de ser para mis pobres jóvenes». Y, verdadera- mente, para ellos desempeña una impresionante actividad con las palabras, los escritos, las instituciones, los viajes, los encuentros con personalidades civiles y religiosas; por ellos sobre todo, manifiesta una atención premurosa dirigida a sus personas, para que en su amor de padre, puedan captar los jóvenes el signo de un Amor más alto.
Don Bosco comienza también a distinguirse con la publicación de algunas obras destinadas a los jóvenes y varias veces reeditadas: Historia eclesiástica para uso de las escuelas (1845), Historia sagrada para uso de las escuelas (1847), El joven cristiano (1847), El sistema métrico decimal, reducido a simplicidad (1849). En marzo de 1863, con el apoyo del obispo de Ivrea L. Moreno, inicia la publicación de las Lecturas católicas, colección de fascículos periódicos, de pequeño formato, con un centenar de páginas en media, de carácter mo- nográfico, escritos en estilo fácilmente comprensible por los lectores de primera alfabetización del mundo artesano y campesino. En las Lecturas católicas, Don Bosco vierte gran parte de sus escritos apo- logéticos y catequísticos, devocionales y hagiográficos, teniendo precisamente como finalidad presentar positivamente a la Iglesia católica, al Papado y a la obra de los Oratorios.
La ley Casati (1859) al imponer la obligación a los Ayuntamientos, de organizar la enseñanza escolar, ofreció a Don Bosco la ocasión de ampliar el campo de sus iniciativas. Después del experimento de pequeños seminarios diocesanos gestionados bajo la propia respon- sabilidad (Giaveno en la diócesis de Turín, en 1859, y Mirabello Mon- ferrato, en la diócesis de Casale, en 1863, trasladado en 1870 a Borgo San Martino) se lanzó con mayor decisión al terreno de las escuelas públicas ofreciéndose a gestionar, bajo la propia responsabilidad, colegios municipales: Lanzo Torinese (1864), Cherasco (1869), Alassio (1870), Varazze (1871), Vallecrosia (1875), institutos todos ellos a los que por lo general iba anejo el Oratorio y que se añadían a aquellos que por diverso título estaban reconocidos como obras de beneficen- cia o escuelas privadas (en 1872 Génova-Sampierdarena, etc.).
Don Bosco, pues, no fue un sacerdote que se dejara inmovilizar por las situaciones inestables y cambiantes en las que vivía, sino un sacerdote que, precisamente en esas situaciones y circunstancias, su- po ser ministro del Señor, hijo de la Iglesia, apóstol de Cristo en el anuncio del Evangelio, acogiendo a los pobres y sobre todo en la predicación a los muchachos y a los jóvenes. Se puede destacar su audacia, su iniciativa, su fantasía inspiradora de soluciones, pero estas cualidades tan llamativas del hombre Don Bosco, no podrán nunca separarse de su riqueza interior, alimentada por vigorosa y rigurosa ascesis, por profundo sentido de fe y también por su continua entrega al ministerio de la Iglesia. Esta armonía entre las dotes humanas y los recursos misteriosos de la fe y de la gracia fue lo que caracterizó su sacerdocio, haciéndolo tan esplendoroso y tan fecundo. En él, la sim- biosis entre acción y contemplación aparecía como lógica consecuen- cia del sacerdocio ministerial. En su vida no tenían cabida dualismos problemáticos; solo había puesto para obedecer al espíritu, para ser movido por las urgencias de la caridad y para ser continuamente ali- mentados y robustecidos por una fuerza que procedía de la oración y de la Eucaristía que lo hacía infatigable, aun pasando por un miste- rioso agotamiento de su ser por el bien de la Iglesia y de la juventud.
Cerrado por orden de monseñor Franzoni el seminario metropo- litano (1848), Don Bosco acoge a los clérigos diocesanos que, en la ciudad, asistían a las clases que impartían los profesores del semina- rio. Era natural que a estos clérigos se uniesen aquellos jóvenes del Oratorio que querían seguir la carrera eclesiástica. De Valdocco y de los otros colegios suyos, en vida de Don Bosco, salieron unos 2.500 sacerdotes para la diócesis de Liguria y del Piamonte. El ejemplo y el aliento de Don Bosco animaron a muchos obispos a superar de- moras por problemas económicos y a abrir y organizar seminarios menores. Diversos rectores aprendieron de él el uso de instrumentos pedagógicos y espirituales, aptos para la formación de jóvenes sa- cerdotes, como la amabilidad y la paterna asistencia, que suscitan confianza, la frecuente confesión y comunión, la piedad eucarística y mariana. Singular por los tiempos, y más tarde imitada por muchos, fue el cuidado específico de las vocaciones adultas con la institución de escuelas y seminarios a propósito. Tales circunstancias se prolon- garon hasta más allá de 1860 y permitieron a Don Bosco contar con un personal más estable y más en sintonía con los propios métodos educativos para los oratorios y las escuelas.
Así maduró el plan de sustituir la Sociedad o Congregación de los Oratorios, formada por lo general por eclesiásticos y laicos de buena voluntad, por un grupo reclutado entre sus clérigos y colaboradores laicos. Eran los años del debate político que llevó en los Estados Sardos a la supresión de las órdenes religiosas y otros entes eclesiás- ticos. Siguiendo el consejo de Urbano Ratazzi, Don Bosco pensó en una asociación de personas que, sin renunciar a sus derechos civiles, se propusiese tener como finalidad el bien público, y más concreta- mente, la educación de la juventud, la más pobre y abandonada. Sin embargo, dentro del grupo, Don Bosco daba cohesión a las finalida- des comunes con vínculos religiosos. Para sus Salesianos elaboró por tanto la fórmula: «Ciudadanos ante el Estado; religiosos ante la Iglesia». Habiendo ido a Roma en febrero-abril de 1858, fue acogido con sim- patía por quien le conocía como director de las Lecturas católicas y de florecientes oratorios juveniles, y también por la fama de santo sacerdote y taumaturgo. Obtenida alguna audiencia pontificia, entró en sintonía con Pío IX y recibió de él cálidas exhortaciones para todos sus proyectos. El 18 de diciembre de 1859, con otros dieciocho jóve- nes, dio oficialmente origen a la Sociedad de San Francisco de Sales. En 1864 obtuvo de Roma el Decretum laudis para la Pía Sociedad de San Francisco de Sales y la iniciación de las prácticas para el corres- pondiente examen de las Reglas o Constituciones, en 1869 la apro- bación pontificia definitiva de la Sociedad Salesiana y, en 1874, la de las Regulae seu constitutiones.
Según el mismo criterio y con el mismo espíritu, Don Bosco tra- tó de encontrar una solución también al problema de la juventud femenina. El Señor suscitó a su lado una cofundadora: María Domi- nica Mazzarello, hoy santa, ayudada por un grupo de jóvenes com- pañeras ya dedicadas, en la parroquia de Mornese (Alessandria), a la formación cristiana de las muchachas. El 15 de agosto de 1872, con María Mazzarello, funda las Hijas de María Auxiliadora.
En los años sucesivos, con el apoyo de las instituciones públicas y privadas más diversas, pudo abrir oratorios, colegios, hospicios, es- cuelas agrícolas, además de en Italia, en otras partes de Europa: Niza Marítima (1875), La Navarre (1878), Marsella (1878), Saint-Cyr (1880) y París (1884) en Francia; Utrera (1880) y Barcelona-Sarriá (1884) en España; Battersea (1887) en Inglaterra; Lieja (1887) en Bélgica.
Mientras tanto, en estos años van creciendo también las incom- prensiones y contrastes en la curia arzobispal de Turín, sobre todo en lo referente al tipo de formación que se ofrecía en las obras de Don Bosco: efectivamente, se andaba perfilando un modelo de re- ligioso y de sacerdote que estaba en contraposición con cuanto proponían, de modo generalizado, los obispos y la misma Santa Sede, más abierto y tratando de superar un cierto distanciamiento entre el clero y el pueblo. La divergencia degeneró en conflicto cuan- do al arzobispo Riccardi di Netro (muerto en 1870) sucedió como arzobispo monseñor Lorenzo Gastaldi (1871), que, sin embargo, en el pasado, había sido admirador, colaborador y bienhechor de Don Bosco. Gastaldi partió del presupuesto de que la Sociedad Salesiana era diocesana, por lo mismo, con todo derecho sometida a la auto- ridad episcopal. Intervino por ello, abrumadoramente ante Don Bos- co y ante la Santa Sede, para que se tomasen decisiones en el senti- do deseado por él. El contraste se recrudeció cuando en 1878-1879 se publicaron en Turín cinco libelos que criticaban duramente la gestión diocesana del arzobispo y el trato que daba a Don Bosco. Gastaldi se quejó a la Santa Sede, insinuando que el inspirador de esos libelos había sido el rebelde fundador de los Salesianos. A pe- tición de León XIII, Don Bosco tuvo que someterse a un acto de excusa y a un documento de «concordia» (16 de junio de 1882); pero el hielo entre los dos siguió existiendo y se prolongó durante largo tiempo en la actitud tanto del clero diocesano como del Sale- siano. Muerto Gastaldi (25 de marzo de 1883), en la sede de Turín le sucedió Gaetano Alimonda. Apenas un año después, Don Bosco obtuvo el decreto de extensión a los Salesianos de los privilegios concedidos por la Santa Sede a los Redentoristas y, por lo mismo, incluido el de la exención episcopal (28 de junio de 1884).
Don Bosco encarnó un amor ejemplar a la Iglesia y al Papa con- virtiéndolos en ideales programáticos de la propia vida. Su tiempo no fue una época en la que el amor a la Iglesia estuviese de moda, muy al contrario, pero él amó a la Iglesia, declaró abiertamente que la amaba, la defendió, la sirvió, hizo de ella un ideal de vida y una bandera de compromiso. Y no se trata solamente de un amor a la Iglesia universal y al Papa, sino de un amor y fidelidad a la Iglesia local. Juan Bosco amó siempre a su Iglesia local, e incluso en los momentos difíciles cuando la incomprensión no facilitaba esa actitud. No mantuvo las distancias, no se refugió en el universalismo de la Iglesia por sentirse extraño en la Iglesia que lo había visto nacer, lo había hecho crecer y le había abierto los espacios de la caridad.
Además, con el paso de los años, Don Bosco estuvo atento a cultivar las ayudas que le era posible solicitar dentro del marco de la monarquía y del Estado liberal: en las loterías, entre los premios puestos para sorteo, se hallaban puntualmente los ofrecidos por algún miembro de la casa reinante. Trasladado el gobierno a Floren- cia, continuó enviando peticiones de ayuda de los fondos ministe- riales para sus obras en favor de la juventud pobre. En 1866-1867, el Presidente del Consejo, Giovanni Lanza, autorizado representante de la Derecha, recurrió a él en las cuestiones entre la Santa Sede y el gobierno sobre el nombramiento de obispos para las sedes vacan- tes. En los años 1970-1971, el mismo Lanza le comprometió en la cuestión del exequatur que, por la ley de las garantías, el gobierno reivindicaba, para autorizar a los obispos nombrados por el Papa, a tomar posesión de sus sedes. Don Bosco aprovechó estas ocasiones para defender el doble papel que se atribuía a sí mismo, es decir, la sincera fidelidad al Papa y al Estado. Se vio envuelto en las contro- versias políticas, pero las vivió como sacerdote. Las situaciones ecle- siales —no exentas de dificultades, de contradicciones y de proble- mas— lo encuentran sencillamente como sacerdote; entregado al Evangelio, a la misión de la Iglesia, al amor y respeto al Papa, este sacerdote así de concreto y de incisivo en la historia de su gente, permanece esencialmente como un sacerdote de Jesucristo, ilumi- nando con su presencia tiempos no fáciles para la Iglesia y particu- larmente para el clero.
El dinamismo de su amor, con el pasar de los años, se hace uni- versal y lo impulsa a atender el reclamo de naciones lejanas, para las misiones al otro lado del océano, para una evangelización que nunca estuvo desligada de una auténtica obra de promoción humana. Sobre la ola de emigración europea y en respuesta a la demanda social y política de instrucción, pudo enviar a los Salesianos y a las Hijas de María Auxiliadora a varios países de América latina: Buenos Aires (1875), San Nicolás de los Arroyos (1876), Carmen de Patagones y Viedma (1879) en Argentina; Montevideo (1876) en Uruguay; Niteroi (1883) y San Pablo (1884) en Brasil; Quito (1885) en Ecuador; Con- cepción y Punta Arenas (1887) en Chile; Malvinas Falkland (1887). Las empresas de algunos pioneros Salesianos entre los indios de la Pata- gonia y de la Tierra del Fuego, reflejándose épicamente en Europa, acrecentaban el entusiasmo y movilizaban vocaciones misioneras en el mundo juvenil Salesiano, estimulado sobre todo por la narración que Don Bosco hacía confidencialmente de sus «sueños proféticos» sobre el porvenir de los Salesianos en los cinco continentes.
Sensible al clima de reorganización de las fuerzas sociales cató- licas en Italia, en 1876 Don Bosco fundó la Unión de Cooperadores Salesianos. Inspirada en el principio «vis unita fortior». Tuvo como resultado una mayor implicación de la opinión pública y de los di- versos estratos de la población. La red de los Cooperadores fue cultivada con conferencias a propósito y con la publicación mensual del Boletín Salesiano desde 1877. El Boletín, enviado gratuitamente también a los no Cooperadores, ayudó a aumentar simpatías y tam- bién a procurar financiación para las empresas que Don Bosco es- taba promoviendo.
A pesar de la edad avanzada y la maltrecha salud, en los últimos años de su vida no dejó de viajar para sostener sus propias iniciativas. En 1883 fue recibido por muchedumbres de admiradores en París; ese mismo año fue a Frohsdorf (Austria); en 1884 y 1885, a Marsella; en 1886, a Barcelona, en mayo de 1887, por última vez, a Roma. Falleció en Turín en el Oratorio de Valdocco el 31 de enero de 1888; el jefe de gobierno, Francisco Crispi, autorizó su sepultura en el colegio Salesiano de Turín-Valsalice.
El secreto de «tan grande espíritu de iniciativa es fruto de una profunda interioridad. Su estatura de santo lo coloca, con originali- dad, entre los grandes fundadores de Institutos religiosos en la Iglesia. Destaca en muchos aspectos: es el iniciador de una verdadera escuela de nueva y atrayente espiritualidad apostólica; es el promo- tor de una especial devoción a María, Auxiliadora de los Cristianos y Madre de la Iglesia; es el testimonio de un leal y ardoroso sentido eclesial, manifestado a través de mediaciones delicadas en las enton- ces difíciles relaciones entre la Iglesia y el Estado; es el apóstol rea- lista y práctico, abierto a las aportaciones de los nuevos descubri- mientos; es el organizador celoso de misiones con sensibilidad verdaderamente católica; es, y de manera especialísima, el ejemplo de un amor preferencial por los jóvenes, sobre todo por los más necesitados, para bien de la Iglesia y de la sociedad; es el maestro de una eficaz y genial praxis pedagógica, transmitida como don pre- cioso que custodiar y desarrollar [...]. Realiza su santidad personal mediante el compromiso educativo vivido con celo y corazón apos- tólico, y que sabe proponer, al mismo tiempo, la santidad como meta concreta de su pedagogía. Precisamente este intercambio entre “edu- cación” y “santidad” es el aspecto característico de su figura: es un “educador santo”, se inspira en un “modelo santo” —Francisco de Sales—, es un discípulo de un “maestro espiritual santo” —José Cafas- so— y sabe formar entre sus jóvenes a un “educando santo”: Domingo Savio» (JUAN PABLO II, Juvenum patris, n. 5)
Todo esto, en Don Bosco, estuvo caracterizado ulteriormente por una entrega sin reservas a su ministerio sacerdotal, a la atención pre- ferencial por los jóvenes y el pueblo, por una dulzura en el trato, amble y cautivadora, por una fantasía e iniciativa pastoral, por la ca- pacidad de discernir los signos de los tiempos y de intuir las necesi- dades del momento y el desarrollo futuro. De una profunda vida in- terior, fue al mismo tiempo osado, optimista capaz de contagiar y de implicar a muchos en su obra educativa y pastoral. Este sacerdote, san Juan Bosco, quedó huérfano de padre desde niño. El Señor le dejó a su lado durante mucho tiempo a una admirable madre —mamá Mar- garita, hoy Venerable— y le ha concedido también una intuición inagotable de gracia en la presencia de María en la vida de la Iglesia. La basílica que el santo ha querido dedicar a María Auxiliadora no es solamente una manifestación de una devoción hecha grande como su corazón transfigurado por la caridad, sino también un recuerdo de que todo itinerario cristiano es acompañado por esta madre, solicitado por esta presencia y transfigurado por esta suavísima maternidad.
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