Beatificado el 5-3-50
Canonizado el 12-6-54
Celebración litúrgica el 6 de mayo
Domingo Savio nace en el barrio de San Juan, perteneciente a Riva de Chieri (Turín), el 2 de abril de 1842, de Carlos y de Brígida Gaia- to. Es el segundo de diez hermanos. El padre es natural de Ranello, que forma parte de Castelnuovo d’Asti (hoy Castelnuovo Don Bosco) y trabaja como herrero; la madre es originaria de Cerreto d’Asti y es modista. Domingo es bautizado el mismo día de su nacimiento en la iglesia parroquial de Riva de Chieri, como muestra la fe de Bau- tismo firmada por el párroco don Vicente Burzio. En noviembre de 1843 la familia Savio se traslada a Morialdo, perteneciente a Castel- nuovo d’Asti, aproximadamente a un kilómetro de los Becchi, don- de se halla la casa de Don Bosco. Aquí Domingo vive una niñez serena, rica de afecto y dócil a las enseñanzas religiosas que le dan sus padres profundamente cristianos.
Etapa fundamental de su extraordinario recorrido de santidad es la Primera Comunión, a la que es admitido, excepcionalmente, a la edad de solo 7 años. Son conocidos los «Propósitos» de aquel acon- tecimiento: «1) Me confesaré frecuentemente y comulgaré todas las veces que el confesor me lo permita. 2) Santificaré los días festivos.
3) Mis amigos serán Jesús y María. 4) Morir antes que pecar». Estos propósitos, que Domingo renovará todos los días de su vida y que marcarán la existencia de muchos otros muchachos santos, indican ya un gran nivel de santidad, un trabajo de la gracia que Don Bosco mismo reconocerá, apreciará y orientará hacia altas metas.
Domingo va creciendo y quiere aprender. Va a la escuela con mucho sacrificio: unos 15 km diarios, solo, por caminos inseguros:
«¿No te da miedo caminar solo por estos caminos?», le pregunta un compañero. «Yo no estoy solo, va conmigo el Ángel de la Guarda que me acompaña en todo momento». Los compañeros le invitan a bañarse en el río. Él se da cuenta de que no es cosa buena, les vuel- ve la espalda y sigue su camino. Solo tiene diez años, pero tiene madera de jefe. Una mañana de invierno, en la escuela, mientras llega el maestro, los compañeros llenan la estufa de piedras y de nieve. Los compañeros dicen al maestro airado: «¡Ha sido Domingo!».
Él no se disculpa, no protesta, y el maestro le castiga severamente, mientras los otros se burlan. Pero al día siguiente se viene a saber la verdad. «¿Por qué —le pregunta el maestro— no me has dicho in- mediatamente que eras inocente?». Domingo responde: «Porque ese tal, culpable ya de otras travesuras, quizá hubiese sido expulsado de la escuela, y yo, por mi parte, esperaba ser perdonado, ya que era la primera falta de la que era acusado en la escuela; por lo demás pensaba también en nuestro Divino Salvador, que fue injustamente calumniado». En febrero de 1853 la familia Savio, por motivo de trabajo, va a establecerse en Mondonio, a unos 5 km de Morialdo.
El sacerdote maestro de Modonio, don Cugliero, había sido com- pañero de seminario de Don Bosco. Un día, al encontrarse, le habló de Domingo como de «un alumno suyo que por ingenio y piedad
era digno de particular atención. Aquí en su casa —decía él— pue- de haber jóvenes como él, pero difícilmente tendrá quien le supere en talento y en virtud. Haga la prueba y encontrará un san Luis». El
2 de octubre de 1854, con ocasión de la fiesta de Nuestra Señora del Rosario, Domingo y su papá se encuentran con Don Bosco en los Becchi: es la etapa decisiva en su camino hacia la santidad. Domin- go pide a Don Bosco que le admita en el Oratorio de Turín porque desea ardientemente estudiar para ser sacerdote. Don Bosco queda asombrado: «Conocí en él un corazón conforme en todo con el es- píritu del Señor y quedé no poco maravillado al considerar los tra- bajos que la gracia divina había realizado en aquel tierno corazón». Y le dije: «Me parece que el paño es bueno».
Franco y decidido, utilizando como metáfora el trabajo de la madre, Domingo respondió: «Así pues, yo soy el paño, sea Vd. el sastre; lléveme, pues, con Vd. y hará de mí un hermoso traje para el Señor».
Domingo llegó al Oratorio el 29 de octubre de 1854, al final de la mortífera epidemia del cólera que había diezmado la ciudad de Turín. Se hizo inmediatamente amigo de Miguel Rua, de Juan Caglie- ro, de Juan Bonetti y de José Bongiovanni, a los que se unía yendo a la escuela en la ciudad. Muy probablemente no tenía conocimien- to alguno de la «Sociedad Salesiana» de la que Don Bosco había comenzado a hablar a algunos de sus jóvenes en enero de aquel año. El 8 de diciembre de 1854, mientras en Roma el papa Pío IX decla- raba «verdad de fe» la Inmaculada Concepción de María Santísima, Domingo se arrodillaba ante el altar de la Madre de Dios en la igle- sia de San Francisco de Sales consagrándose solemnemente a ella:
«María, os doy mi corazón, haced que sea siempre vuestro. Jesús y María, sed siempre mis amigos; pero por piedad, haced que muera antes que me suceda la desgracia de cometer un solo pecado». Es en esta misma ocasión cuando nace en su corazón el deseo de fundar, aquella que, oficialmente constituida el 8 de junio de 1856, será La Compañía de la Inmaculada Concepción.
Domingo es alegre, amigo fiable de todos, especialmente de quien tiene alguna dificultad; asiduo y constante en sus deberes de estudio. A Camilo Gavio de Tortona, uno de sus mejores amigos, le confía: «Has de saber que nosotros aquí hacemos consistir la santidad
en estar muy alegres. Procuramos solamente evitar el pecado como un gran enemigo que nos roba la gracia de Dios y la paz del corazón, cumplir exactamente nuestros deberes y frecuentar las prácticas de piedad. Comienza desde hoy a recordar esta máxima: Servite Domi- no in laetitia, sirvamos al Señor en santa alegría. Una alegría que es expresión de una vida vivida en profunda e íntima amistad con Jesús y María, signo de la acción renovadora del espíritu y de una santidad alegre y contagiosa, que forma jóvenes apóstoles capaces de atraer almas a Dios. Durante estos meses se une en amistad espiritual tam- bién con Juan Massaglia: «Los dos tenían la misma voluntad de abra- zar el Estado eclesiástico, con verdadero deseo de hacerse santos». Este pacto les ayuda a alcanzar grandes metas de vida cristiana, mediante la comunicación de experiencias espirituales y apostólicas, la práctica de la corrección y la obediencia a los superiores. «Quiero que seamos verdaderos amigos», había pedido Domingo a Juan. Y fueron realmente «verdaderos amigos para las cosas del alma», ini- ciando una escuela de santidad juvenil caracterizada por una inten- sa vida de oración, espíritu de sacrificio, de laboriosidad y gozosa fecundidad apostólica.
De Juan Massaglia Don Bosco escribió: «Si quisiese escribir los hermosos rasgos de virtud del joven Massaglia, tendría que repetir en gran parte las cosas dichas de Savio, del que fue fiel imitador mientras vivió».
En el Oratorio había muchachos magníficos, pero también había una especie de pandillas que se comportaban mal, formadas por muchachos maleados, con dificultad en los estudios y con nostalgia de su casa. Cada uno intentaba individualmente ayudarlos. ¿Por qué los jóvenes más animosos no podrían unirse, en una «sociedad se- creta», para ser un grupo compacto de pequeños apóstoles en la masa de los demás? Domingo, movido, pues, por su acostumbrada e industriosa caridad, escogió a algunos de sus más fieles compañe- ros y les invitó a unirse a él para formar una compañía llamada de la Inmaculada Concepción. Don Bosco dio su consentimiento: que hiciesen la prueba y redactasen un pequeño reglamento. «Uno de los que ayudaron más eficazmente a Domingo Savio en la fundación y en la redacción del reglamento fue José Bongiovanni». Por las actas de la Compañía conservadas en el Archivo Salesiano, sabemos que los componentes, que se reunían semanalmente, eran una docena:
Miguel Rua (que fue elegido presidente), Domingo Savio, José Bon- giovanni (elegido secretario), Celestino Durando, Juan Bonetti, Ángel Savio clérigo, José Rocchietti, Juan Turchi, Luis Marcellino, José Rea- no y Francisco Vaschetti. Faltaba Juan Cagliero, porque, convalecien- te de una grave enfermedad, vivía en casa de su madre. El artículo conclusivo del reglamento, que fue aprobado por todos, también por Don Bosco, decía: «Una sincera, filial e ilimitada confianza en María, una ternura especial hacia ella, una devoción constante nos harán superar todos los obstáculos, ser tenaces en las resoluciones, exigentes con nosotros mismos, amables con nuestro prójimo y exac- tos en todo». Los socios de la Compañía eligieron «cuidar» de dos categorías de muchachos, que en el lenguaje secreto de las actas eran llamados «clientes». La primera categoría estaba formada por los in- disciplinados, aquellos que tenían la palabrota a flor de labios y empleaban las manos. Cada socio tomaba bajo su custodia a uno de ellos y hacía de «ángel custodio» durante el tiempo que fuese nece- sario. La segunda categoría la constituían los recién llegados. Les ayudaban a pasar alegremente los primeros días, cuando todavía no conocían a nadie, no conocían los juegos, hablaban solo en el dia- lecto de su pueblo, tenían nostalgia. Por las actas conocemos cómo se desarrollaban las reuniones: un momento de oración, unos minu- tos de lectura espiritual, una exhortación mutua a frecuentar la Con- fesión y Comunión; «se habla después de los clientes que se nos han confiado. Se exhorta a tener paciencia y a la confianza en Dios con aquellos que parecen totalmente sordos e insensibles: a la prudencia y a la dulzura con los que con facilidad pueden ser persuadidos».
Confrontando los nombres de los participantes en la Compañía de la Inmaculada con los nombres de los primeros «afiliados» a la Pía Sociedad, se tiene la conmovedora impresión de que la Compañía fuera el «ensayo general» de la Congregación que Don Bosco iba a fundar. Este era el pequeño campo en el que germinaron las prime- ras semillas del florecimiento salesiano. La «Compañía» fue la leva- dura del Oratorio.
Los pocos meses que todavía Domingo vivirá en el Oratorio, son una confirmación ulterior de su deliberación de hacerse santo, per- seguida sobre todo, después de haber oído un sermón de Don Bosco sobre el modo fácil de hacerse santo. «Es voluntad de Dios que nos hagamos santos; es muy fácil serlo; hay un gran premio
preparado en el cielo para quien se haga santo». Para Domingo aquella exhortación fue como una centella que inflamó el corazón e inmediatamente se puso a practicar los consejos que le dio Don Bosco: «Como primera cosa una constante y moderada alegría, y animándole a ser perseverante en el cumplimiento de sus deberes de piedad y de estudio, le recomendé que no dejase de participar en el recreo con sus compañeros». Quien se dio cuenta de la estatu- ra moral y espiritual de Domingo fue Mamá Margarita, que un día confió a Don Bosco: «Tú tienes muchos jóvenes buenos, pero nin- guno supera el buen corazón y la hermosa alma de Domingo Savio». Y se explicó: «Lo veo siempre rezar, permaneciendo en la iglesia después que los demás: todos los días sacrifica su recreo para hacer una visita al Santísimo Sacramento… está en la iglesia como un ángel que mora en el paraíso». Gracias al amor a la Eucaristía y a la devo- ción a María, estos jóvenes viven y comparten una intensa vida es- piritual y mística, de radicalidad evangélica en la obediencia a la voluntad de Dios, en el espíritu de sacrificio, en la fecundidad apos- tólica y educativa entre los compañeros, sobre todo entre los más difíciles y marginados.
Pero Domingo permanece con Don Bosco solo hasta el 1 de marzo de 1857 cuando, a causa de una enfermedad que se presenta de repente muy grave, debe volver con la familia, a Mondonio. En pocos días, aunque con alguna saltuaria esperanza, la situación se precipita y la salud de Domingo se agrava. Muere serenamente en Mondonio el 9 de marzo de 1857 exclamando: «¡Oh, qué cosas tan maravillosas veo…!». La presencia de María marca toda la historia de este joven, como Aquella que le acompaña en realizar la bendición del Padre y su misión. La Iglesia reconoce su santidad, aunque jo- vencísimo. El papa Pío XI lo definió como «un pequeño, pero gran gigante del espíritu». Él realizó la verdad de su nombre: Domingo,
«del Señor»; y Savio, «sabio»: sabio en las cosas del Señor y por la ejemplaridad y santidad de su vida.