Beatificado en 1925
Canonizado en 1947
Celebración litúrgica el 23 de junio
El papa Pío XI, el 1 de noviembre de 1924, al aprobar los milagros para la canonización de san Juan María Vianney y publicar el decre- to de autorización para la beatificación de don Cafasso, juntó estas dos figuras afines de sacerdotes con la siguientes palabras: «No sin una especial y benéfica disposición de la Divina Bondad, hemos asistido a este nacimiento en el horizonte de la Iglesia católica de nuevos astros, el párroco de Ars y el venerable siervo de Dios José Cafasso. Precisamente estas dos hermosas figuras, entrañables, pró- vidamente oportunas, tenían que ser hoy presentadas; pequeña y humilde, pobre y sencilla, pero igualmente gloriosa la figura del párroco de Ars, y la otra hermosa, grande, compleja, rica figura de sa- cerdote, maestro y formador de sacerdotes, el venerable José Cafasso».
Se trata de circunstancias que nos ofrecen ocasión de conocer el mensaje, vivo y actual, que emerge de la vida de este santo. Él no fue párroco como el cura de Ars; fue sobre todo formador de párro- cos y de sacerdotes diocesanos, más aún, de sacerdotes santos, entre los cuales san Juan Bosco. No fundó, como los otros santos sacer- dotes del siglo xix piamontés, institutos religiosos, porque su «fun- dación» fue «la escuela de vida y de santidad sacerdotal» que realizó con el ejemplo y la enseñanza en la «Residencia Eclesiástica de San Francisco de Asís» en Turín.
José Cafasso nació en Castelnuovo d’Asti, el mismo pueblo de san Juan Bosco, el 15 de enero de 1811. Fue el tercero de cuatro hijos. La última, la hermana Mariana, será la madre del beato José Allamano, fundador de los Misioneros y Misioneras de la Consolata.
Nació en el Piamonte del siglo xix caracterizado por graves pro- blemas sociales, pero también por muchos santos que se dedicaron a remediarlos. Ellos estaban unidos entre sí por un amor total a Cristo y por una profunda caridad hacia los más pobres: ¡la gracia del Señor sabe difundir y multiplicar las semillas de santidad! Don Cafasso realizó sus estudios secundarios y el bienio filosófico en el colegio de Chieri y, en 1830, pasó al seminario teológico, donde en
1833 fue ordenado sacerdote. Cuatro meses más tarde ingresó en el lugar que para él será la fundamental y única «etapa» de su vida sa- cerdotal: la «Residencia Eclesiástica de San Francisco de Asís» de Turín. Habiendo entrado para perfeccionarse en la pastoral, hizo fructificar aquí las propias dotes de director espiritual y un gran es- píritu de caridad. La Residencia, en efecto, no era solo una escuela de teología moral donde los jóvenes sacerdotes, provenientes sobre todo del sector rural, aprendían a confesar y a predicar, sino que era también una verdadera y propia escuela de vida sacerdotal, donde los presbíteros se formaban en la espiritualidad de san Ignacio de Loyola y en la teología moral y pastoral del gran obispo san Alfonso María de Ligorio. El tipo de sacerdote que don Cafasso encontró en la residencia y que él mismo contribuyó a consolidar —sobre todo como rector—, era el de un verdadero pastor, con una rica vida in- terior y un profundo celo en la cura pastoral, fiel a la oración, com- prometido en la predicación y en la catequesis, entregado a la celebración de la Eucaristía y al ministerio de la confesión, según el modelo encarnado por san Carlos Borromeo, por san Francisco de Sales y promovido por el Concilio de Trento. Una feliz expresión de san Juan Bosco sintetiza el sentido del trabajo educativo en aque- lla Comunidad: «En la residencia se aprendía a ser sacerdote».
San José Cafasso trató de poner en práctica este modelo en la formación de los jóvenes sacerdotes, para que, a su vez, fuesen for- madores de otros sacerdotes, religiosos y laicos, según una especial y eficaz cadena.
Desde su cátedra de teología moral educaba para ser buenos confesores y directores espirituales. Preocupados por el verdadero bien espiritual de la persona, animados por un gran equilibrio en hacer experimentar la misericordia de Dios, y al mismo tiempo un agudo y vivo sentido del pecado. Tres eran las virtudes principales de don Cafasso, como recuerda san Juan Bosco: calma, perspicacia y prudencia. Para él la verificación de la enseñanza transmitida estaba constituida por el ministerio de la confesión, al que él mismo dedi- caba muchas horas de la jornada. A él acudían obispos, sacerdotes, religiosos, laicos eminentes y gente sencilla: sabía ofrecer a todos ellos el tiempo necesario. Fue, además, sabio consejero espiritual de muchos que fueron santos y fundadores de institutos religiosos. Su enseñanza no era abstracta, basada solamente en los libros que se utilizaban en aquel tiempo, sino que nacía de la experiencia viva de la misericordia de Dios y del profundo conocimiento del alma hu- mana adquirido en las largas horas de confesionario y en la dirección espiritual: la suya era una verdadera escuela de vida sacerdotal.
Su secreto era simple: ser hombre de Dios; hacer en las pequeñas obras cotidianas «lo que pueda servir para gloria de Dios y bien de las almas». Amaba con todas sus fuerzas al Señor, estaba animado por una gran fe bien fundada, sostenido por una profunda y prolongada oración, vivía una sincera caridad con todos. Conocía la teología moral, pero conocía con la misma profundidad las situaciones y el corazón de la gente de cuyo bien se hacía responsable como el Buen Pastor. Quienes tenían el privilegio de estar a su lado se transforma- ban en otros tantos buenos pastores y en valiosos confesores. Indi- caba con claridad a todos los sacerdotes la santidad que tenían que alcanzar precisamente en el ministerio sacerdotal. El beato don Cle- mente Marchisio, fundador de las Hijas de San José, afirmaba: «Ingresé en la Residencia siendo una gran pillo y un cabeza hueca, sin saber lo que significaba ser un buen sacerdote, y salí totalmente cambiado, plenamente imbuido de la dignidad del sacerdote». ¡Cuántos sacer- dotes fueron formados por él en la Residencia y seguidos después espiritualmente! Entre estos —como dije antes— destaca san Juan Bosco que lo tuvo como director espiritual por espacio de 25 años, desde 1835 a 1860, primero como clérigo, después como sacerdote y, finalmente, como fundador. Todas las opciones fundamentales de la vida de san Juan Bosco tuvieron como consejero y guía a san José Cafasso, pero de un modo bien preciso: don Cafasso nunca trató de hacer de Don Bosco un discípulo «a su imagen y semejanza» y Don Bosco no copió a don Cafasso; ciertamente lo imitó en las virtudes humanas y sacerdotales —definiéndole como «modelo de vida sacer- dotal»—, pero según sus propias aptitudes personales y su propia peculiar vocación; un signo de la sabiduría del maestro espiritual y de la inteligencia del discípulo: el primero no se impuso al segundo, sino que lo respetó en su personalidad y lo ayudó a descubrir cuál era la voluntad de Dios sobre él. Con sencillez y profundidad, nues- tro santo afirmaba: «Toda la santidad, la perfección y el provecho de una persona consiste en hacer perfectamente la voluntad de Dios […]. Dichosos nosotros si llegásemos a introducir así nuestro corazón en el de Dios, unir de tal modo nuestros deseos, nuestra voluntad en la suya de modo que formásemos un solo corazón y una sola voluntad: querer lo que Dios quiere, quererlo del mismo modo, en aquel tiem- po, en aquellas circunstancias que él quiere y querer todo esto, no por otra cosa, sino porque así lo quiere Dios».
Pero hay otro elemento que caracteriza el ministerio de nuestro santo: la atención a los últimos, en especial a los encarcelados, que en el Turín del siglo xix vivían en lugares inhumanos y deshumani- zantes. También en este delicado servicio, desempeñado durante más de veinte años, fue siempre el buen pastor, comprensivo y compasi- vo: cualidad que percibían los detenidos, que acababan por ser con- quistados por aquel amor sincero, cuyo origen estaba en Dios mismo. La sola presencia de don Cafasso hacía bien: serenaba, tocaba los corazones endurecidos por las circunstancias de la vida y, sobre todo, iluminaba y sacudía las conciencias indiferentes. En los primeros tiempos de su ministerio con los encarcelados recurría con frecuencia a las grandes predicaciones que llegaban a implicar a casi toda la población carcelaria. Con el pasar del tiempo, privilegió la catequesis sencilla, hecha en los coloquios y encuentros personales: respetuoso de las circunstancias de cada uno, afrontaba los grandes temas de la vida cristiana, hablando de la confianza en Dios, de la adhesión a su voluntad, de la utilidad de la oración y de los sacramentos, cuyo punto de llegada es la confesión, el encuentro con Dios hecho por nosotros misericordia infinita. Los condenados a muerte fueron ob- jeto de especialísimos cuidados humanos y espirituales. Acompañó al patíbulo, después de haberles confesado y administrado la Euca- ristía, a 57 condenados a muerte. Los acompañaba con profundo amor hasta el último aliento de su existencia terrena.
Murió el 23 de junio de 1860, después de una vida totalmente entregada al Señor y consumada por el prójimo. El venerable siervo de Dios el papa Pío XII, el 9 de abril de 1948, lo proclamó patrono de las cárceles italianas y, con la Exhortación Apostólica Menti nos- trae, el 23 de septiembre de 1950, lo propuso como modelo a los sacerdotes dedicados a la confesión y en la dirección espiritual.