Santidad Salesiana

Leonardo Murialdo

 
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Beatificado en 1963
Canonizado en 1970
Celebración litúrgica el 18 de mayo

Leonardo Murialdo hace el número nueve de las figuras de singular santidad que han caracterizado a la Iglesia piamontesa del siglo xix, como las fuertes personalidades del Cottolengo, Cafasso, Lanteri, Allamano, Don Bosco y don Orione, con sus perspicaces intuiciones, el genuino amor por los pobres y la ilimitada confianza en la Provi- dencia. A través de su acción, la caridad de la Iglesia ha podido promover eficazmente la emancipación material y espiritual de los hijos del pueblo, víctimas de graves injusticias y marginados en el tumultuoso proceso de modernización de Italia y de Europa. La experiencia espiritual de este santo turinés, amigo y colaborador de Don Bosco, tiene sus raíces en una grave crisis juvenil, un período difícil y doloroso de alejamiento de Dios, a los 14 años, que Leonar- do jamás olvidaría y que marcará su vida y su misión, caracterizando de dulzura, comprensión y paciencia su labor educativa y pastoral. La «vuelta a la luz» sucede después de la gracia de una confesión general, en la que descubrió la inmensa misericordia de Dios. A los

17 años maduró la decisión de hacerse sacerdote como respuesta al amor de Dios que lo había atrapado con su amor. Vuelto a Dios, después de la desbandada juvenil, Murialdo experimentó, de modo fuerte y vital, el amor misericordioso y acogedor del Padre, que se convirtió en el alma de su acción apostólica y social, sobre todo en favor de los jóvenes y de los obreros.

Nace en Turín el 26 de octubre de 1828. El padre, rico agente de bolsa, muere en 1833. La madre, mujer muy religiosa, envía a su pequeño «Nardo» al colegio de Savona de los Padres Escolapios, donde permanece de 1836 a 1843. Vuelto a Turín, frecuenta los cursos de teología en la Universidad y en 1851 se ordena sacerdote. Su espiritualidad, basada en la palabra de Dios y en la sólida doctri- na de autores seguros, como san Alfonso y san Francisco de Sales, estuvo animada por la certeza del amor misericordioso de Dios. El cumplimiento de la voluntad de Dios en la realidad cotidiana, la intensa vida de oración, el espíritu de mortificación y un ardiente amor eucarístico caracterizaron su camino de fe. En colaboración con Don Bosco decide inmediatamente comprometerse en los pri- meros oratorios turineses, entre los muchachos pobres y abandona- dos de la periferia: primero en el Oratorio del Ángel Custodio, hasta el año 1857, y después en el de San Luis, como director, de 1857 a

  1. 1865. Pasa un año de perfeccionamiento en París, hasta que la Pro- videncia lo llama en 1886, a hacerse cargo de los jóvenes más pobres y más abandonados, los del colegio de los Artesanitos de Turín. Desde entonces toda su vida estará dedicada a la acogida, a la edu- cación cristiana y a la formación profesional de estos muchachos, en una época marcada por fuertes contrastes sociales creados por la naciente industrialización y debidos a los sufrimientos de las clases sociales más pobres. En medio de graves dificultades económicas, será esta su principal actividad hasta su

Leonardo Murialdo se hizo amigo, hermano, padre de los jóvenes pobres, sabiendo que cada uno de ellos guarda un secreto que des- cubrir: la belleza del Creador reflejada en el alma. Los veía frágiles, abandonados a sí mismos o asociados a adultos sin escrúpulos, obligados a vivir ociosos, ignorantes, esclavos de las pasiones que irían creciendo cada vez más si no eran combatidas, ricos solamen- te en «ignorancia, en incultura y en vicios». Acogía a todos aquellos que la Providencia le enviaba, fiel al lema que había adoptado:

«Pobres y abandonados: estos son los requisitos esenciales para que un joven sea uno de los nuestros; y cuanto más pobre y abandona- do, tanto más de los nuestros».

Para estos muchachos quiso emplear las mejores energías, para que ninguno de ellos se perdiese. Fue ayudado por hermanos y laicos de gran amplitud de ánimo que habían comprendido y com- partían las profundas motivaciones de su ministerio. Para ellos funda, en 1873, la Congregación de San José (Josefinos de Murialdo), con el fin de garantizar así la continuidad de la propia acción social y caritativa. El fin de la Congregación es la educación de la juventud, especialmente pobre y abandonada. Colabora en muchas iniciativas en campo social en defensa de los jóvenes, de los obreros y de los más pobres. En los años siguientes pone en marcha nuevas iniciati- vas: una casa-hogar (la primera en Italia), una colonia agrícola y otros oratorios, junto a varias otras obras posteriores. La de Murialdo es una presencia significativa en el movimiento católico piamontés. Trabaja en favor de la prensa católica, se muestra activo en de la Obra de los Congresos y es uno de los admiradores de la Unión Obrera Católica.

Supo ser padre para sus jóvenes en todo cuanto contribuyese a su bienestar físico, moral y espiritual, preocupándose de su salud, alimento, vestido y formación profesional. Al mismo tiempo favore- ció la preparación y cualificación de los responsables de los diversos talleres, tratando de perfeccionar su capacidad educativa mediante conferencias pedagógico-religiosas. Nunca descuidó el crecimiento religioso, además del humano, de sus jóvenes. Escribió: «Nuestro programa no es solamente hacer de nuestros jóvenes obreros inteli- gentes y trabajadores, y mucho menos aún, fabricar sabidillos orgu- llosos, sino hacer de ellos ante todo, cristianos sinceros y cabales». Para esto desarrolló entre ellos la catequesis, favoreció la práctica sacramental e incrementó las asociaciones de muchachos y adoles- centes, animándoles a ser apóstoles entre sus compañeros y fundan- do, a este fin, la Cofradía de San José y la Congregación de los Án- geles Custodios.

Suave en sus modales, como apuntan sus biógrafos, respiraba siempre modestia y su rostro se dulcificaba con una sonrisa que invitaba a la confianza. Se mostraba sereno y afable, incluso cuando tenía que corregir, tanto que sus artesanitos, ya adultos, lo describían como «un padre afectuoso, un verdadero padre, un padre amoroso».

Estaba convencido de que «sin fe no se agrada a Dios, y sin dul- zura no se agrada al prójimo». Fue la experiencia del amor miseri- cordioso del Padre celeste lo que le impulsó a ocuparse de la juven- tud. Hizo de ella su opción de vida, dejándose llevar por un amor solícito y emprendedor que transformó su existencia y lo hizo aten- to a la realidad social y paciente con el prójimo. Tuvo fija su mirada en el Padre celestial que cuida de sus propios hijos, respeta su liber- tad y está siempre dispuesto a abrazarlos con ternura en el momen- to del perdón. Su existencia terrena terminó el 30 de marzo de 1900.

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