Santidad Salesiana

Luis Versiglia

Beatificado el 15-5-83
Canonizado el 1-10-2000
Celebración litúrgica el 25 de febrero

En 1885 san Juan Bosco había revelado a los Salesianos reunidos en San Benigno Canavese, en el Piamonte, que había soñado con una turba de muchachos que iban a su encuentro diciéndole: «¡Te hemos esperado tanto!»; en otro sueño vio alzarse hacia el cielo dos grandes cálices, uno lleno de sudor y otro de sangre. Cuando en 1918 un gru- po de misioneros Salesianos partió de Valdocco, Turín, a Shiu-Chow en el Kwang-tung, China, el Rector Mayor don Pablo Albera, les rega- ló el cáliz con el que había celebrado sus Bodas de Oro sacerdotales y los 50 años del Santuario de María Auxiliadora. El precioso y sim- bólico don fue entregado por don Santos Garelli a monseñor Versiglia, el cual declaró: «Don Bosco vio que cuando en China un cáliz se lle- nase de sangre, la obra salesiana se habría difundido maravillosamen- te en este inmenso pueblo. Tú me entregas el cáliz visto por el Padre: a mí me toca llenarlo de sangre para que se cumpla la visión».

Luis Versiglia nació en Oliva Gesi, provincia de Pavía, el 5 de junio de 1873. En 1885, a los doce años, aceptó ir a estudiar al Ora- torio Salesiano de Valdocco, en Turín, con la condición de no ha- cerse sacerdote. Pero la gracia de Dios, el ambiente empapado de religiosidad, el ardor misionero y la fascinación del propio Don Bosco, ya en los últimos años de su vida, transformaron el ánimo del muchacho al que, en fugaz encuentro en 1887, el santo le dijo: «Ven a verme, tengo algo que decirte»; pero Don Bosco ya no pudo hablar con él porque enfermó y murió. No obstante el joven quedó tan prendado de la figura de Don Bosco que, para responder a la llama- da vocacional, al final de sus estudios en Valdocco pidió «quedarse con Don Bosco», guardando celosamente en su corazón la secreta esperanza de poder ser un día misionero. A los 16 años emitió los votos en la Congregación Salesiana.

Fue novicio modelo en Foglizzo, Turín, e hizo la profesión reli- giosa el 11 de octubre de 1889. Durante sus estudios de filosofía en el estudiantado de Valsalice, en Turín (1889-1890), escribió al direc- tor espiritual que su deseo de ser misionero aumentaba cada día, pero que temía fuera un deseo vano, porque no poseía las cualida- des necesarias, y especificaba aquello que tendría que haber conse- guido. Inicia desde entonces el camino ascético, que en cuarenta años lo llevará a las metas más altas de las virtudes cristianas y al

ápice de la caridad. Fue la conquista ardua de un corazón generoso y de una voluntad de hierro, sostenida por una sincera piedad y una profunda humildad. Son las dotes características de su personalidad.

Frecuentando la Universidad Gregoriana de Roma (1890-1893) unió el estudio con el apostolado entre los muchachos del Oratorio Salesiano del Sagrado Corazón, con grandes éxitos en ambos cam- pos. Los muchachos le querían y los hermanos le admiraban por sus buenas cualidades. Sin embargo, él, profunda y sinceramente humil- de, se consideraba el último de sus compañeros de estudio y conti- nuaba esforzándose por conseguir las virtudes necesarias al buen misionero. Conseguido el doctorado en Filosofía (1893), los supe- riores le confiaron la delicada tarea de profesor y asistente de novi- cios en Foglizzo (1893-1896). Fue un profesor claro y diáfano, asis- tente atento y, cuando era debido, también severo, eficaz plasmador de caracteres, pero siempre afable, humilde, buen amigo de todos y el más estimado de los hermanos de la casa.

Después de la ordenación sacerdotal (21 de diciembre de 1895) fue nombrado director y maestro de novicios de la nueva casa de Genzano, Roma, a pesar de su resistencia, porque se consideraba incapaz, teniendo en cuenta también su joven edad de 23 años.

Durante un decenio (1896-1905) fue un óptimo formador de al- mas religiosas y sacerdotales, estimado y amado como un padre. Decenas de Salesianos dieron testimonio de la veneración en que le tenían como su querido maestro; también los habitantes de Genzano le recordaron durante muchos años. Durante este decenio don Ver- siglia continuó manteniendo vivo el deseo de las misiones y reto- mando una costumbre juvenil, se ejercitó hasta en cabalgar, consi- derándola cosa útil para la vida misionera. Cuando en el verano de 1905 le llegó la invitación a guiar el primer grupo de misioneros Salesianos en China, lo acogió con entusiasmo, como el don más grande, aquello que había pedido al Señor y preparado con el inten- so trabajo interior desde el día en que, con sus quince años, había elegido «estar con Don Bosco».

Don Versiglia encontró en Macao un pequeño orfanato, propie- dad del obispo local. En 12 años de trabajo, con la ayuda de una do- cena de hermanos y ampliando el terreno, lo transformó en una moderna escuela profesional para 200 alumnos internos, la mayor parte huérfanos, a quienes se preparaba para que aprendieran una profesión. En 1911, ayudado por otro Salesiano santo, don Ludovico Olive (muerto prematuramente a los 52 años de cólera, contagiada durante el ministerio), don Versiglia inició la misión de Heungshan, región entre Macao y Cantón. Su celo apostólico por la salvación de las almas alcanzó cotas heroicas entre los enfermos de peste bubó- nica y entre los leprosos.

En 1918 la Santa Sede confió a los Salesianos la nueva misión de Shiu-Chow en el norte del Kwang-tung. Don Versiglia fue encargado por los superiores de Turín de organizar aquella misión con la ayuda

de una docena de sacerdotes enviados de Italia. En 1920 la misión fue erigida en vicariato apostólico e inmediatamente corrió la voz de que Don Versiglia sería nombrado vicario y consagrado obispo. Él escribió a los superiores de Turín cartas doloridas, exponiendo su absoluta incapacidad y conjurándoles que le exonerasen de esa carga. Monse-

ñor De Guèbriant, en cambio, declaraba públicamente que si la elec- ción se hubiese hecho por voz popular, hasta los más inocentes pe- queñitos hubieran aclamado a don Versiglia como padre y pastor. Consagrado obispo en Cantón el 19 de enero de 1921, a las fatigas de un ministerio pastoral en un territorio vastísimo y sin caminos, mon- señor Versiglia añadió ásperas penitencias que llegaron a la flagelación hasta la sangre. En 1926, por invitación de los superiores de Turín, participó en el Congreso Eucarístico de Chicago. Una grave operación quirúrgica lo entretuvo durante un año en Estados Unidos. Cuando la salud se lo permitía, se ocupaba también de la propaganda misionera, dejando siempre una impresión extraordinaria.

Al volver a Shiu-Chow le habían preparado una novedad: la sede episcopal. Era una casa graciosa, al estilo chino, no lujosa, junto al Instituto Don Bosco, donde monseñor había siempre ocupado dos pequeñas habitaciones, alejadas de todo movimiento de los más de 300 alumnos. La nueva construcción le pareció un lujo y rechazó categóricamente el nombre de palacio episcopal. Se resignó a habi- tarlo con tal de que se llamara y fuese realmente «la casa del misio- nero», donde pudieran hallar acogida los misioneros enfermos y cuantos estaban de paso o venían para reuniones.

En 12 años de misión, de 1918 a 1930, el obispo Versiglia logró hacer prodigios en una tierra hostil a los católicos: fundó 55 estaciones misioneras primarias y secundarias frente a las 18 encontradas; ordenó

21 sacerdotes; formó 2 religiosos laicos, 15 Hermanas nativas y 10 extranjeras; dejó 31 catequistas (18 de ellas mujeres), 39 maestros (8 maestras) y 25 seminaristas. Administró el Bautismo a 3.000 cristianos convertidos, frente a los 1.479 que encontró a su llegada, Erigió un orfanato, una casa de formación para catequistas, una escuela de ca- tequistas; el Instituto Don Bosco con escuelas profesionales, secunda- rias y de magisterio para muchachos; el Instituto María Auxiliadora para las muchachas; un asilo de ancianos, un orfelinato, dos dispen- sarios de medicamentos y la Casa del misionero como deseaba que se llamase a la sede episcopal. El obispo no se detenía ante nada, ni siquiera ante las carestías, las epidemias, los desafíos que se le presen- taban a él y a sus colaboradores, no siempre humanamente recom- pensados: apostasías, calumnias, abandonos, incomprensiones, traicio- nes… Todo era superado gracias a una oración intensa y constante. Durante todos los años que dedicó a la China, monseñor Versiglia jamás se cansó de exhortar a sus sacerdotes a dialogar con el Señor y la Virgen María. No por casualidad mantenía una correspondencia con las monjas carmelitas de Florencia, pidiéndoles apoyo espiritual.

La situación política de China no era tranquila: la nueva Repúbli- ca China, nacida el 10 de octubre de 1911, con el general Chang Kai-shek, había reportado la unidad a Cina, derrotando en 1927 a los

«señores de la guerra» que tiranizaban a varias regiones. Pero la opre- sora infiltración comunista en la nación y en el ejército, mantenida por Stalin, había convencido al general a apoyarse en la derecha y a declarar ilegales a los comunistas (abril de 1927). Por este motivo la guerra civil se había reanudado. La provincia de Shiu-Chow, situada entre el Norte y el Sur, era lugar de paso o de parada de varios grupos combatientes entre sí y, por lo mismo, eran frecuentes los hurtos, los incendios, las violencias, los delitos, los secuestros. Era también difí- cil distinguir, en estas bandas que saqueaban, a los soldados prófugos, a los mercenarios, a los asesinos a sueldo, a los piratas que se apro- vechaban del caos. En estos tristes tiempos también los extranjeros arriesgaban su vida y se les llamaba con desprecio «diablos blancos».

Los misioneros, por lo general, eran amados por la gente más pobre y las misiones eran el lugar de refugio en los momentos de saqueo. Pero los más temibles eran los piratas que no tenían mira- mientos con nadie, y los soldados comunistas para los que la des- trucción del cristianismo era un programa. Por esta razón en los viajes necesarios para las actividades misioneras en los diversos y diseminados pueblos, los catequistas y las catequistas, las maestras y las muchachas, no se ponían en viaje si no iban acompañadas por los misioneros.

Por el peligro que amenazaba por los caminos por tierra y por los ríos, tampoco el obispo Luis Versiglia había podido, hasta ahora, vi- sitar a los cristianos de la pequeña misión de Lin-Chow, formada por dos escuelitas y doscientos fieles en la devastada ciudad de 40.000 habitantes, afectada por la guerra civil. No obstante, hacia finales de enero de 1930 se convenció de que debía ponerse en viaje. A primeros de febrero llegó al centro Salesiano de Shiu-Chow el joven misio- nero don Calixto Caravario, de 26 años, responsable de la misión de Lin-Chow, para acompañar al vicario Versiglia en el viaje. Hechas las provisiones, tanto para el viaje previsto de ocho días como para las necesidades de la pequeña misión, al alba del 24 de febrero, partió, en tren, el grupo compuesto por monseñor Versiglia, don Caravario, dos jóvenes maestros titulados por el Instituto Don Bosco (uno cris- tiano y el otro pagano), sus dos hermanas: María de 21 años (maestra) y Paula, 16 años (que finalizados los estudios volvía con su familia); iba también la catequista Clara de 22 años. Tras una parada, por la noche, en la casa salesiana de Lin-Kong-How, el 25 de febrero par- tieron en una barca que debía remontar el río Pak-kong hasta Lin- Chow; se añadió al grupo una anciana catequista que debía acompañar a Clara, la más joven, y a un muchacho de 10 años, que iba a la escuela de don Caravario. La barcaza era manejada por cuatro bar- queros y, remontando el río, a eso de mediodía, avistaron en la orilla unas hogueras, avivadas por una decena de hombres que, al llegar la barca a su altura, les intimaron a acercarse y detenerse. Preguntaron a los barqueros, apuntándolos con los fusiles y pistolas, a quiénes transportaban y al saber que se trataba del obispo y de un misionero, dijeron: «No podéis transportar a nadie sin nuestra protección. Los misioneros deben pagar 500 dólares, si no os fusilaremos a todos». Los misioneros trataron de hacerles comprender que no tenían tanto dinero, pero los piratas, que habían subido a la barca, descubrieron a las muchachas refugiadas en una especie de barraca situada a popa de la barca y entonces gritaron: «¡Llevémonos a sus mujeres!». Los misioneros replicaron que no eran sus mujeres, sino unas alumnas a quienes acompañaban a sus casas; y al mismo tiempo intentaban cerrar con sus cuerpos la entrada a la barraca. Entonces los piratas amenazaron con quemar la barca, prendiendo pequeños haces de leña desde una barca vecina, pero la leña estaba verde y tardaba en prender, mientras los misioneros lograban apagar las primeras llamas. Enfurecidos, los piratas cogieron ramas más gruesas y la emprendie- ron a bastonazos con los dos misioneros. Después de unos minutos, el obispo, 50 años, cayó al suelo y al cabo de unos minutos también don Caravario cayó por tierra; en este momento los malandrines se abalanzaron sobre las mujeres arrastrándolas a la orilla entre sus llantos desesperados. También los dos misioneros fueron llevados a tierra. Los barqueros, con la anciana catequista, el muchacho y los dos hermanos de las mujeres fueron dejados libres para continuar su camino; estos, después, avisaron a los misioneros y a las autori- dades, que enviaron unas patrullas de soldados.

Mientras tanto, a orillas del río se consumaba la tragedia. Los dos Salesianos, atados, se confesaron mutuamente, exhortando a las tres muchachas a mantenerse firmes en la fe; después los piratas les obligaron a caminar por un caminito a lo largo del río Shiu-pin, pe- queño afluente del Pak-kong, en la zona de Li Thau Tseui. El obispo Versiglia les imploró: «¡Yo soy viejo, matadme si queréis. Pero él es joven, no lo matéis!». Las mujeres, mientras eran conducidas a una pagoda, oyeron cinco disparos y diez minutos después los ejecutores volvieron diciendo: «Son cosas inexplicables, hemos visto a mu- chos… todos temen la muerte. Estos dos, en cambio, han muerto con- tentos y estas muchachas no desean otra cosa que morir». Era el 25 de febrero de 1930. Las muchachas fueron llevadas a la montaña, quedando a merced de los bandidos durante cinco días. El 2 de marzo los soldados llegaron al refugio de los bandidos, los cuales, tras un breve intercambio de disparos, huyeron dejando en libertad a las muchachas, que fueron preciosos y verdaderos testimonios del martirio de los dos misioneros Salesianos.

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